El corazón de Alara

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No tenía muy claro por qué me había colado en el templo. Quizá fue la insistencia de Alissa, esa sensación tenebrosa que había crecido dentro de mí desde que vi a las figuras encapuchadas. Al pasar junto al cadáver sentado del caballero, sentí cómo todos los pelos de mi cuerpo, mis orejas y hasta la punta de la cola, se erizaban. Había algo profundamente inquietante en la atmósfera.

Dentro del templo, la oscuridad era casi total. Las pocas velas encendidas apenas arrojaban un débil resplandor, haciendo que las sombras se alargaran y se movieran de manera fantasmal. Sin embargo, mis nuevos sentidos felinos me permitían ver perfectamente en la penumbra. Me di cuenta de lo aguda que era mi vista, cómo mis ojos captaban hasta el más mínimo detalle en la oscuridad. Cada sonido, cada movimiento, se registraba en mi mente con una claridad asombrosa.

El templo era inmenso y opresivo. Las altas columnas de piedra se alzaban hacia el techo abovedado, perdiéndose en la penumbra. Las paredes estaban decoradas con relieves de escenas religiosas y figuras míticas que parecían cobrar vida bajo la tenue luz. Los bancos estaban dispuestos en filas ordenadas, y en el altar mayor, una estatua imponente de Roark, el dios que presidía el panteón de los eldorienses observaba con ojos de piedra. Su mirada parecía muy severa, fija en mí. Sentí un escalofrío, no debía estar allí.

Esto provocó una extraña mezcla de emociones. Por un lado, estaba en un lugar sagrado que debería haberme intimidado, pero mi nueva naturaleza me hacía sentirme segura en las sombras. A pesar de la situación, no me sentía asustada. Más bien, había una serenidad felina en mi interior, una confianza en mi capacidad para moverme sigilosamente, para evitar ser vista. Me reí para mí misma al pensar en los "nervios gatunos" que ahora poseía. Nervios de acero, más bien.

Intenté encontrar al hombre que había entrado antes, pero no lo veía. Sin embargo, mi nariz captó su rastro. Un olor a jabón caro, a ropas limpias y bien cuidadas, se mezclaba con el aire viciado del templo. Estaba cerca.

Me moví entre las sombras, deslizando mis pies sobre las losas de piedra sin hacer ruido. La agilidad de mi nuevo cuerpo era increíble; cada movimiento era fluido, controlado, casi como si siempre hubiera estado hecha para esto. Podía sentir la tensión en mis músculos, la energía contenida lista para ser liberada en cualquier momento. Mis pequeños bigotes me daban un equilibrio que jamás hubiera soñado. Sobrehumano.

De repente, escuché un susurro. Me detuve y agucé los oídos, intentando identificar de dónde venía. El olor se intensificó. El hombre estaba cerca, quizás escondido detrás de una de las columnas o en algún rincón oscuro del templo.

Respiré profundamente, concentrándome en el sonido de su respiración, en el latido de su corazón. Comencé a moverme hacia la fuente de esos sonidos, mis pasos ligeros y casi inaudibles. Sabía que no podía dejar que me descubriera. A pesar de la confianza que sentía, la situación seguía siendo peligrosa. Estaba preparada para enfrentar lo que fuera, pero esperaba que mi naturaleza felina y mis nuevos instintos me ayudaran a salir de cualquier aprieto.

Finalmente, llegué a una columna más grande que las demás. Allí, en la penumbra, vi la figura del hombre encapuchado. Estaba de espaldas, su respiración entrecortada y nerviosa. Sabía que tenía que actuar con rapidez y sigilo. Mi corazón latía con fuerza mientras me preparaba para hacer mi movimiento.

El hombre accionó algún tipo de mecanismo en la piedra de la columna, y, con un ruido sordo, una estatua cercana se abrió, dejando paso a una oscura apertura. Observé cómo se movía con cautela, sus gestos cuidadosos y medidos, evitando hacer cualquier ruido. Era evidente que él tampoco debía estar allí. Sin perder tiempo, se introdujo en la apertura y la estatua se cerró tras él, dejando la columna en su posición original, como si nada hubiera pasado.

Para Toda La CampañaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora