Libro segundo: Sardar

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Libro segundo:

El Alcázar de Sardar se erguía como un coloso sombrío en medio de un paisaje desolado, una torre antigua y desafiante construida sobre una elevación rocosa que dominaba la vista de decenas de cañones estrechos, tallados por la fuerza del tiempo y la naturaleza en la dura piedra. La torre, de un color gris oscuro, a causa de las piedras de roca volcánica que debían de haberse traído de muy lejos, destacaba sobre el terreno polvoriento de arenisca que la sostenía, como si hubiera surgido de la roca misma en un acto de desafío eterno. Sus muros estaban desgastados por los vientos y las tormentas, pero aún conservaban un aura de imponencia, resistiendo el paso de los siglos con una dignidad sombría, y dejando claro desde muy lejos la importancia de ese enclave para la civilización que lo construyera, un secreto que se había perdido con el paso del tiempo.

Desde su base, se alzaba como un dedo acusador que apuntaba al cielo, recordando a todo aquel que la miraba que, incluso en el caos y la decadencia, la fortaleza seguía siendo el centro de poder en la ciudad de capilares rocosos que había crecido al abrigo de su amenazadora sombra. A su alrededor, los cañones se extendían como un laberinto de cicatrices profundas y sinuosas en la roca, un entramado de desfiladeros que ofrecía protección natural y aislamiento. En las paredes de estos cañones, criaturas oscuras y marginales, goblins, humanos renegados, ogros, algún elfo oscuro y enanos desterrados, habían excavado sus moradas. Las entradas a estas viviendas estaban ocultas en las sombras de la roca, pequeñas hendiduras y puertas rudimentarias que se asomaban como bocas negras y siniestras en la piedra. Las viviendas eran modestas, pero los habitantes las mantenían con un aire de funcionalidad tosca, reforzadas con madera y restos de metal oxidado, dando la impresión de una sociedad que había aprendido a sobrevivir a cualquier costo.

El agua, el recurso más preciado en estas tierras áridas, fluía a través de un sistema de canalizaciones que descendía desde el río Dracssachi, o Cuchillada de Dragón en la lengua de los antiguos enanos, una obra maestra de ingeniería que desafiaba la brutalidad del entorno. Un acueducto que se escurría entre las rocas durante más de diez kilómetros y cuyo inicio era totalmente desconocido, pero que aprovisionaba de agua los inmensos depósitos subterráneos de la torre cuando la sequía hacía bajar el nivel de los acuíferos subterráneos que permitían la cría de comida en el interior de la ciudad. A pesar del caos aparente de la ciudad y sus habitantes, estas canalizaciones eran sorprendentemente bien mantenidas, con compuertas y presas que regulaban el flujo de agua, distribuyéndola de manera eficiente a los hogares excavados en la roca y a los puestos de comercio. Los habitantes de Sardar habían perfeccionado este sistema, manteniéndolo limpio y funcional, una prueba de que incluso en el corazón de la anarquía y la desolación, la necesidad de agua había impuesto un orden.

El acceso al Alcázar y a la red de cañones era una travesía peligrosa. Un único sendero serpenteaba a lo largo del borde de los desfiladeros, estrechándose en varios puntos hasta convertirse en poco más que una senda apenas lo suficientemente ancha para que una carreta pudiera pasar. Esto hacía que la entrada estuviera perfectamente defendida; cualquier invasor tendría que atravesar este angosto camino expuesto, vulnerable a las emboscadas desde las alturas. El sendero era vigilado por centinelas y arqueros escondidos entre las sombras, siempre atentos a cualquier movimiento sospechoso. La tierra alrededor del Alcázar era seca y polvorienta, carente de vegetación, y el aire estaba impregnado de un polvo fino que se arremolinaba con cada ráfaga de viento. Este polvo, mezclado con el humo de los fuegos y el hedor de la vida caótica que florecía en los cañones, daba al lugar un ambiente pesado y opresivo, como si el mismo aire estuviera cargado de la desesperación y la brutalidad de sus habitantes.

A pesar de todo, la ciudad parecía prosperar de una manera retorcida y decadente, una urbe que florecía en la miseria y la canallesca. Mercaderes ambulantes, muchos de ellos traficantes de objetos robados o contrabandeados, recorrían los estrechos caminos entre las viviendas excavadas, vendiendo sus mercancías a precios exorbitantes. Tabernas improvisadas y oscuros burdeles se escondían en las grietas más profundas de la roca, ofreciendo placeres prohibidos a aquellos lo suficientemente desesperados para buscarlos. La ley no tenía cabida en Sardar, solo el poder y la fuerza dictaban las reglas.

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