Estaba abrumada. No había otra forma de describirlo. Todo lo que ocurría a nuestro alrededor era como una tormenta de voces, acusaciones y antiguas rencillas que se desataban con cada palabra pronunciada. Me sentía pequeña, minúscula, como si de pronto hubiera sido arrojada en medio de un conflicto ancestral que me superaba por completo. Era como si me hubiera atropellado un camión, pensé, y solté una risa nerviosa; claro, en este mundo nadie entendería esa expresión.
Después de una comida ligera que apenas logré saborear, volvimos al claro. Era hora de enfrentar más respuestas, o tal vez, de encontrar más preguntas. Mientras caminábamos, mi mente no paraba de dar vueltas. El peso de lo que había escuchado, de la profecía que nos señalaba, de las miradas inquisitivas de todos esos elfos, me aplastaba como una losa invisible. Era un miedo tan grande que apenas podía soportarlo. Me sentía como una intrusa en un libro de historia que no era el mío.
Al llegar de nuevo al claro, la tensión en el aire era palpable. Nos sentamos y Liltanas, con su porte altivo y sus aires de superioridad, tomó la palabra. Me crucé de brazos, intentando encontrar algo de estabilidad en medio de mi caos interno.
—Las malas noticias no han terminado —empezó, y su tono fue como un golpe seco en el pecho—. Otro artefacto poderoso fue robado hace veinte años: el Ojo de Drahthar, del templo del dios de la maldad. Un templo que, según todas las leyes, debería haber permanecido cerrado y precintado.
Sus palabras cayeron como una bomba en el claro. Sentí que el aire se volvía más denso, cargado de una ansiedad que parecía resonar entre las ramas de los árboles. No podía imaginar qué clase de objeto era ese Ojo, pero por la reacción de los elfos, su importancia debía ser abrumadora. Observé cómo los ancianos de Lurisania intercambiaban miradas preocupadas, sus expresiones endureciéndose con cada segundo.
—Todos los dioses deben ser temidos y reverenciados por igual —intervino uno de los ancianos, su voz llena de una gravedad que hizo eco en mi pecho—. No podemos ignorar que la oscuridad es parte del equilibrio, y que el rechazo a uno de ellos solo atrae desgracias a nuestras puertas.
La discusión se encendió de inmediato. Liltanas dio un paso adelante, sus ojos brillando con una mezcla de indignación y desprecio.
—Reverenciar a dioses del mal es una blasfemia —replicó, su tono ácido—. No podemos permitir que esas prácticas se mantengan en nuestras tierras. La oscuridad corrompe todo lo que toca, y tolerar su culto solo lleva a la perdición.
Me sentí perdida entre las palabras de ambos lados. Eran como dos corrientes de un río furioso, chocando y mezclándose en una confusión de creencias opuestas.
Mientras los elfos discutían, una oleada de inseguridad me invadió. ¿Cómo era posible que nosotros, cuatro desconocidos en este mundo, fuéramos parte de algo tan enorme? Teníamos ante nosotros un conflicto de miles de años, diferencias que habían separado a estas tribus, y de alguna manera, se nos estaba poniendo en medio de todo. No éramos héroes, no éramos guerreros, ni sabios. Éramos solo un grupo de gente perdida, intentando encontrar una salida de este laberinto.
Tragué saliva, intentando calmar la presión en mi pecho. Liltanas continuaba su discurso con fervor, y los ancianos de Lurisania respondían con igual intensidad. Parecía que nadie estaba dispuesto a ceder terreno, y en medio de todo, nosotros no éramos más que espectadores atrapados en una historia que no entendíamos del todo.
Me sentía pequeña, insignificante, y, sin embargo, algo dentro de mí, un pequeño destello de coraje, seguía empujándome a no rendirme. Teníamos que encontrar nuestro lugar en todo esto, aunque fuera un lugar que aún no comprendíamos del todo.
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Para Toda La Campaña
FantasyEn el lejano reino de Eldoria, el equilibrio del mundo pende de un hilo. Gabriel y sus amigos nunca imaginaron que una mañana en el mercadillo cambiaría sus vidas para siempre. Un ajado manuscrito, prometiendo una experiencia de juego de rol única e...