El campamento

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Acechaba desde las sombras, observando el campamento goblin con una mezcla de tensión y determinación. Mis sentidos estaban agudizados, cada sonido y movimiento se registraban como pequeñas vibraciones que recorrían mi piel. Era como si el aire mismo estuviera cargado de energía, listo para estallar en cualquier momento. Llevábamos más de siete días fuera de Lurisania, y la sensación de estar en territorio hostil me recordaba lo jodidamente frágiles que eran nuestras vidas en este mundo.

Los elfos nos habían contado que los goblins se estaban acumulando en los bordes de Lurisania desde hacía unos años, pero la magnitud del problema era mucho mayor de lo que inicialmente sospechábamos. No se trataba de los habituales saqueos desorganizados ni de las incursiones menores que solían llevar a cabo en busca de botines rápidos. Esta vez había un patrón inusual, una especie de orden en su caos, como si alguien o algo los estuviera dirigiendo desde las sombras. Los informes eran alarmantes: los goblins no solo se reproducían a un ritmo incontrolable, sino que estaban organizándose, almacenando provisiones y recursos, acumulando riquezas y armas como si se estuvieran preparando para una guerra total.

Los elfos nos revelaron que había algo mucho más oscuro en juego. Una fuerza desconocida en el este parecía estar atrayéndolos, controlándolos de manera casi sobrenatural, forzándolos a obedecer un plan que ellos mismos no podían comprender del todo. Y no solo eran los goblins. Ogros y minotauros habían comenzado a emerger de sus escondites, atacando con brutalidad inusitada a las caravanas de los enanos en las montañas, asaltando rutas que durante siglos habían sido seguras. Los informes hablaban de una crueldad meticulosa, de emboscadas perfectamente coordinadas, como si todas esas criaturas estuvieran siguiendo las órdenes de un comandante invisible.

Las noticias eran inquietantes. Se hablaba de tribus humanas en el sur de Eldoria que se habían vuelto inusualmente agresivas, levantando armas contra sus propios vecinos en luchas que nadie lograba comprender del todo. Lo que antes eran simples disputas de frontera se habían convertido en conflictos sangrientos que amenazaban con desbordarse. Parecía que el mundo entero estaba cayendo en una espiral de violencia, y lo más perturbador era que todos esos movimientos parecían conectados, como piezas de un rompecabezas siniestro. Era imposible pensar que todo esto fuera una coincidencia; una inteligencia retorcida estaba moviendo los hilos.

Los rumores de estas amenazas se extendían como un incendio voraz. Los enanos, tradicionalmente aislacionistas y resistentes a involucrarse en los asuntos de otras razas, comenzaban a hablar de fortificar sus ciudades subterráneas en las montañas del norte. Los líderes de Rhynn, con su nuevo y beligerante comandante a la cabeza, preparaban sus tropas, ansiosos por expandir su influencia bajo la excusa de defenderse de un enemigo invisible. Eldoria, la luz de la civilización, se encontraba dividida, con facciones que pedían una intervención inmediata y otras que preferían cerrar sus puertas y esperar a que la tormenta pasara. EL nuevo rey parecía mantener a raya a los beligerantes pero su autoridad pendía de un hilo.

El plan de los elfos, sin embargo, era diferente. Ellos no veían esta situación como un simple conflicto militar; entendían que la verdadera amenaza era el poder oculto que se cernía sobre todos ellos. Decidieron preparar sus fuerzas de Lurisania no solo para defender su propio territorio, sino para marchar hacia el bosque de Urnasser, hogar de sus hermanos que llevaban siglos expuestos, tratando de evitar los errores del pasado. Se preparaban para una guerra que sabían que no podían ganar solos, pero estaban decididos a intentarlo.

Mientras tanto, nosotros, atrapados en el centro de esta compleja telaraña de intrigas, no podíamos evitar sentirnos como piezas insignificantes en un tablero mucho más grande. Cada nueva noticia que llegaba hacía que la situación se sintiera más desesperada. Era como estar sentados sobre un barril de pólvora, observando impotentes cómo la mecha se acortaba más y más con cada día que pasaba. La tensión en el aire era casi tangible, una presión constante que nos recordaba que el tiempo se estaba agotando.

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