Capítulo 1: La Llama de la Batalla

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En la vasta arena dorada de Ragnarok, el murmullo de los dioses y los ecos de antiguas leyendas se entremezclaban, llenando el ambiente con una energía casi tangible. Los dioses, inmortales y sabios, se reunían en lo alto, con expresiones de expectación y solemnidad en sus rostros. El sol iluminaba cada rincón de la arena, bañando el campo en una resplandeciente luz dorada, como si el mismo cielo observase con atención lo que estaba por ocurrir. Entre ellos, los más poderosos: Zeus, Odín y Ares, se mantenían firmes, sus miradas fijas en la inminente confrontación. Incluso Brunhilde, la valquiria estratega, observaba en silencio, esperando el desenlace de la batalla que decidiría una vez más el destino de la humanidad.

En el centro de la arena, el gran rey espartano Leonidas se erguía con una presencia imponente. Su armadura dorada, reflejando la luz, irradiaba un brillo intimidante, como un sol terrestre que se preparaba para desafiar a la misma divinidad. Su postura emanaba una mezcla de orgullo, honor y determinación. Era el líder que había llevado a su pueblo a enfrentarse a lo imposible, y hoy, una vez más, cargaría con ese espíritu indomable. Con un movimiento decidido, levantó su lanza hacia el cielo y lanzó un grito de guerra que resonó en la vasta arena.

“¡Hoy lucharé no solo por mi vida, sino por el legado de mi pueblo! ¡Por Esparta!”

Sus palabras, llenas de fuego y convicción, hicieron eco en los corazones de todos los presentes, incluso de los dioses, que, aunque distantes, sentían la intensidad de su espíritu.

Enfrente, el dios del sol, Apollo, se encontraba con una serenidad imperturbable. Su porte elegante y su belleza divina parecían casi desentonar en medio de la brutalidad de la arena. Con su arco dorado en mano, una obra de arte que relucía con la misma luz que él controlaba, sus ojos ardían con un tono amarillo intenso, llenos de una confianza serena y de la autoridad de un ser eterno. Observando a Leonidas, una chispa de curiosidad y respeto se encendió en su interior. Era raro encontrar humanos con tal resolución, y aunque conocía el orgullo de los espartanos, Leonidas era distinto, era la encarnación misma de ese espíritu.

Apollo avanzó unos pasos, alzando la voz en un tono suave pero firme:
"Rey espartano, hoy te enfrentas a un dios. ¿Tienes lo que se necesita para desafiarme?”

Sin un atisbo de duda en su mirada, Leonidas replicó, su voz firme y cargada de determinación:
“No temo a los dioses, Apollo. Cada hombre tiene un destino, y hoy demostraré que la humanidad puede desafiar la divinidad.”

El silencio se adueñó de la arena mientras ambos guerreros se enfrentaban con la mirada, sus espíritus yacen entrelazados en una danza de respeto y desafío. La tensión crecía con cada segundo, electrizando el aire y aumentando la expectación entre los dioses. De repente, como un relámpago, Apollo tensó su arco, y una flecha de luz pura surgió en sus manos, dejando tras de sí un rastro de energía dorada.

Leonidas se movió rápidamente, lanzándose hacia un lado mientras la flecha impactaba en el suelo, generando una explosión cegadora que levantó una nube de arena. Sin perder el ritmo, Leonidas rodó por el suelo, su escudo en alto, bloqueando una serie de flechas de luz que Apollo disparaba con una rapidez y precisión sobrehumanas. Cada flecha brillaba intensamente, cortando el aire y dejando estelas luminosas mientras buscaban alcanzar al espartano. Sin embargo, Leonidas, con su entrenamiento riguroso y la precisión de un guerrero legendario, esquivaba cada proyectil y desviaba otros con su escudo, avanzando sin detenerse, acercándose cada vez más a su oponente.

Apollo, notando la proximidad de Leonidas, hizo un movimiento casi imperceptible con su mano libre, y de la punta de sus dedos surgieron finos hilos dorados, invisibles para el ojo humano común, los "hilos de Artemisa". Estos hilos, forjados con la misma esencia de la luz y dotados de la precisión de una tejedora, se extendieron rápidamente hacia el espartano, buscando envolverlo y restringir sus movimientos. Cada hilo era más afilado que el filo de una espada y tan ligero como el aire, moviéndose con la velocidad del pensamiento para alcanzar su objetivo.

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