REBECA - CAPÍTULO 22: JOAN

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Me costó volver a entrar en la web de citas, rebuscar nuevamente entre los cientos de rostros, descartar a los que tuviesen hijos y centrarme en encontrar al "socialmente desahuciado" que pudiese ofrecerme algo de afecto. El amor romántico había sido desbancado de mi lista de exigencias primarias, me conformaba con alguien que pudiese hacerme algo de compañía en mi solitaria vida y, por qué no decirlo, alguien con quien pudiese tener mi primera relación sexual.

Joan me sacaba diez años, era una diferencia de edad bastante notoria, pero su forma de expresarse era absolutamente embriagadora... Y me enamoré de él. La primera vez que hablamos por teléfono me llamó Cariño. ¿Por qué si no me lo merecía? Tenía cada mañana un mensaje suyo al despertarme, hasta consiguió que me olvidase de mi perfil falso de Instagram. Por primera vez creía estar viviendo una vida corriente, ordinaria, como las de las demás mujeres del planeta, lo que para mí se traducía en un cuento de hadas maravilloso y al alcance de muy pocos. ¿Podría entonces considerarme "normal"?

Llegó el momento de vernos. Ya nos habíamos enviado varias fotos (unas cuantas de ellas subidas de tono) y, la verdad, me apetecía todo con él, hasta casarme y tener hijos, cosa que nunca antes me había planteado.

Quedamos en la cafetería de un hotel un sábado a las once de la noche. Esta vez no me preocupé en exceso por mi outfit, me puse el mismo atuendo que para mi cita con Jorge y me desplacé en taxi hasta el lugar del encuentro.

Joan era bastante más alto que yo, un hombre fuerte, moreno, de esos que han tenido "mucha vida" y que se tatúan sus inclemencias de forma heroica sobre la piel. En su brazo derecho: una cruz rodeada de rosas y espinas, porque sus padres habían fallecido cuando él apenas era un niño y necesitaba exteriorizar su pérdida; en el izquierdo: un escorpión, porque había tenido que enfrentarse solo a la vida, madurar, defenderse y salir adelante por sus propios medios. También tenía tatuajes por la espalda, en el gemelo derecho y en la parte interna de los brazos. Iría descubriendo poco a poco la historia de cada uno de ellos, sin prisa, porque tenía toda una vida por delante para seguir conociéndolo.

—Estoy hecho un cromo —me dijo tras tomarnos una copa (la primera vez en mi vida que bebía algo de alcohol), subir a una de las habitaciones y sacarse la camiseta.

Le dejé hacer. Sabía que nunca había estado con un hombre y, lejos de preocuparse o parecerle mal, parecía excitarle.

Llegué a casa contando los días que faltaban para volver a estar con él.

Mi madre se alegró por mí (a mi padre no le conté nada), pero quería conocer pronto a ese hombre porque "hay que tener cuidado, que en la televisión salen muchas cosas". Y yo me moría por presentárselo y empezar a tener una relación seria con él, una de verdad, como las de las series de televisión, con salidas nocturnas, paseos al atardecer y fines de semana en algún hotel perdido entre las montañas.

¿Iba realmente a tenerlo todo? ¿Había encontrado al fin a alguien que me quisiera con todos mis defectos? Joan parecía el hombre perfecto: trabajador, atento, cariñoso... ¿Por qué no estaba "fuera de mercado"? ¿Quién no querría tenerlo de pareja?

—Espero volver a verte pronto —me escribió aquella noche.

—Yo también lo espero —respondí.

Me había convertido en la persona más enamorada y feliz del planeta.

Pero la segunda cita nada tuvo que ver con la primera.

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