GERMÁN - CAPÍTULO 27: SOLEDAD

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La soledad se hizo eco y, con ella, la tristeza de la derrota, la del vencimiento de no haber sido capaz de sostener su promesa, esa que le hizo a su mujer en un intento por mantener con vida su matrimonio: le aseguró no volver a invertir más horas en su puesto de trabajo que las estrictamente convenidas en su contrato. Sabía que Silvia ya había hecho varias concesiones: le había permitido alargar su jornada laboral una hora, incluso dos... pero cuatro eran demasiadas, se lo había dejado claro en aquella ocasión.

Germán se sentó sobre la cama de matrimonio y cambió la nota escrita del puño de su mujer por el portarretratos de su mesilla de noche. Qué lejana parecía aquella instantánea: los dos tomados de la mano en la ciudad de París, esa que vio crecer su amor y que, ahora, parecía perderse hacia el fondo de la fotografía junto a los Champs de Mars. Le gustaría poder llorar, pero no sabía hacerlo, porque "los hombres no lloran"... le había grabado a golpe de tortazo su padre. Y le encantaría poder llamar a su mujer, con solo oír su voz se sentiría reconfortado, pero a esas horas ya tendría el teléfono apagado y, además, solo empeoraría las cosas. Debía dejar pasar un tiempo prudencial, esperar a que lo echase mínimamente de menos, aunque eso lo desgarrase por dentro.

Se tumbó sobre la cama sin deshacer y se hizo un ovillo; no se permitiría mostrarse así ante Silvia, tan expuesto y vulnerable, pero sentía la habitación crecer hasta el infinito y abrir sus fauces para tragarse de un solo bocado todo lo que alguna vez le había importado.


El despertador sonó a las siete, como cada mañana, sacando al inspector de su duermevela a ritmo de Joan Manuel Serrat. Se dio una ducha a desgana y se dirigió a su puesto de trabajo sin desayunar.

—Buenos días, Consuelo.

—¡Inspector! ¿Se sabe algo ya de mi hija? ¿La han encontrado? Dígamelo ya, por favor. Si está muerta quiero saberlo. Sí. Necesito saberlo ya. Trataré de ser fuerte, se lo prometo.

—Tenemos a un par de sospechosos, Consuelo, y espero poder finalizar la investigación en los próximos días.

—¡Ay, Dios mío! ¡Yo ya no aguanto más! Llevo tantas horas sin dormir que ya no sé ni cómo me llamo. Es que no puedo... no puedo... Esto es morir en vida, inspector. Morir en vida. No puedo más, ya no puedo... no puedo...

El llanto de aquella mujer golpeaba el pecho de Germán y lo abría en canal para arrancarle el alma.

—Espero poder darle pronto buenas noticias, Consuelo. Solo la llamaba para informarle de los avances.

—Gracias. Muchas gracias. De verdad. Llámeme pronto, por favor, se lo suplico. Por favor...


Germán se levantó de la silla y cerrando el puño golpeó la puerta para descargar su ira. Su mundo se resquebrajaba. ¿Qué iba a hacer él si su mujer se iba para siempre? ¿Quién era él sino un donnadie? Quería hacerle frente a un mundo colmado de maldad, a un mundo en el que los canallas alcanzaban el poder de malas maneras y los buenos, los de abajo, solo eran números. No importaba nada. No importaba quién muriese o quién viviese. Las personas solo merecían atención bajo el titular correspondiente: seis muertos este fin de semana en las carreteras españolas, jueves trágico en Madrid con dos mujeres fallecidas por violencia machista, nuevo ahogamiento en Murcia de un menor por ahogamiento en una piscina municipal... Historias que se perdían en el olvido al pasar la página... Y allí estaba él, tratando de vaciar el mar con un cubo de playa.

—Con leche y extra de azúcar.

El inspector se sobresaltó ante la presencia de Agustín. No sabía cuánto tiempo llevaba allí, ni siquiera si era buena idea saberlo.

—Gracias.

—No hay de qué.

Germán dio un sorbo a su café y dejó sus manos abrazando la taza.

—¿Se encuentra bien?

Levantó la mirada, quizá podría contarle algo...

—Todo bien, Agustín. Vamos a continuar.

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