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Yanquiel conducía tan rápido como podía, hacía malabares con el volante esquivando cuanto cuerpo errante aparecía en su camino

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Yanquiel conducía tan rápido como podía, hacía malabares con el volante esquivando cuanto cuerpo errante aparecía en su camino. Manuel y Maité estaban verdaderamente asustados, la culpabilidad de haber dejado a aquel hombre que se sacrificó por ellos los empezaba a consumir.

—Teníamos que haberlo ayudado —murmuró entre dientes Maité.
—De haberlo hecho estaríamos muertos —respondió con frialdad Yanquiel.

Su mirada permanecía fija en la calle, su pie no se separaba del acelerador, toda su atención estaba en el volante.

—¿Crees que haya sobrevivido? —inquirió con voz trémula Maité.

Un silencio incómodo se volvió a instaurar entre ellos. Por primera vez en sus casi veinte años de matrimonio, Maité se daba cuenta que el hombre que tenía a su lado, era un total desconocido para ella.

El Chevrolet no tardó en dejar atrás las casas del Guatao y los horrendos acontecimientos que allí tenían lugar. Si bien esa mañana había sido un clásico de líneas relucientes, ahora, era un monumento a la brutalidad. La carrocería que una vez fue de un hermoso azul, estaba bañada de un mar de sangre en múltiples salpicaduras oscuras y viscosas. El capó se encontraba abombado en una maraña metálica; el parabrisa agrietado dejaba ver un mundo más distorsionado de la realidad.

Yanquiel aminoró el paso al ver que la carretera estaba bloqueada. Dos soldados con rifles le apuntaban y ordenaban que se detuviera y se bajara del auto. Sopesó sus posibilidades, podía bajar y tratar de explicar el porqué conducía un vehículo lleno de sangre y abolladuras; sin embargo, sabía de sobra que nada de lo que les pudiera decir sería creíble, aunque dijera la verdad.

—¿Qué haces? —preguntó azorada Maité al ver que su marido lejos de detener el auto comenzaba a volver a ganar velocidad.

—Papá... Papá detente, para... Para papá —gritaba Manuel desde el asiento posterior.

Yanquiel se aferró al volante tanto como pudo al tiempo que pisaba a fondo el acelerador. El auto levantaba con su paso una nube de polvo que ocultaba a los soldados de la muerte que empezaban a verse a lo lejos.

Las ordenes de detener el auto, gritadas con voz seca y metálica, resaltaron el silencio precario que inundaba la escena. Una ráfaga de disparos resonó en el aire. Las balas emitidas con una furia ciega se estrellaron contra el Chevrolet desprendiendo pequeñas chispas.

Una de las balas, una flecha de metal furibunda, perforó la puerta del acompañante. Un grito desgarrador retumbó en el interior del auto y las alarmas se encendieron en la cabeza de Yanquiel. Maite, se desplomó en el asiento mientras un charco de sangre iba creciendo dentro del auto manchando el tapiz del mismo. La bala le penetró el tórax y terminó alojada en el corazón, dejándola sin vida en apenas dos segundos.

Manuel por su parte, no había tenido tan siquiera tiempo de procesar todo cuanto estaba sucediendo, la repentina muerte de su progenitora le había llegado de sopetón y sin avisar. No entendía el porqué de tanta violencia. Su mundo, antes plagado de juegos y risas se había transformado en un escenario de pesadillas donde la sangre y la muerte eran los protagonistas.

El miedo, una bestia fría y voraz, se había instalado en su alma. Lo asfixiaba, lo petrificaba, lo obligaba a ver la tragedia de la muerte de su madre sin poder hacer absolutamente nada. Sus pequeños labios temblaban, una letanía de preguntas sin respuestas que se formulaban sin orden en su cabeza. ¿Por qué a mi madre? ¿Por qué a mí? ¿Por qué a nosotros?

Yanquiel, lejos de detenerse, siguió acelerando cargado de furia y confusión, los soldados tuvieron que tirarse a un lado para evitar ser atropellados. El Chevrolet embistió con desmedida fuerza la barrera y continuó su avance implacable, las balas siguieron resonando en la carrocería. Uno de los neumáticos traseros reventó al ser alcanzado por un proyectil.

Un sinfín de chispas fueron desprendidas por el roce de la llanta con el asfalto, un rugido metálico le puso una melodía aún más escalofriante a la escena. Luego de par de metros, la implacable bestia metálica quedó quieta. Para entonces, había cinco soldados que rodeaban el auto y apuntaban al conductor. Yanquiel maldijo que su escopeta con la confusión y la muerte de su esposa, quedara debajo del asiento.

—Ciudadano, salga del auto muy lentamente —ordenó uno de los militares, su fusil amenazaba con seguir escupiendo plomo—. No haga ningún movimiento brusco o me veré en la obligación de disparar.

Las palabras del oficial, cargadas de cierto tono de superioridad eran imponentes ante un Yanquiel embriagado por la desesperación. La mente de Manuel era un caos, poseía la mirada perdida en algún punto indeterminado de la nada, era como si todo a su alrededor hubiese desaparecido y sólo quedara él y su duelo.

—Bajen del auto ahora mismo. —En la voz del militar se notaba con creces el imperativo.

Yanquiel dio un fuerte suspiro, uno que salió desde el fondo de sus entrañas. Sin más, abrió la puerta del auto y salió al exterior. Manuel, abstraído de la realidad como estaba, no acató la orden y quedó en su lugar, petrificado en un rictus de dolor interno.

—Manos en la nuca —ordenó el guardia sin perderle mirada.

—Oficial está en un error, debería dejarme ir, cuando los muertos lleguen no habrá escapatoria, aún estamos a tiempo.

—Manos a la cabeza le dije...

El oficial intentó decir algo más pero su parlamento fue interrumpido por un grito desgarrador. Todos se giraron hacia el lugar donde provenían los gritos. Quedaron asombrados al ver a uno de los militares batallando contra dos personas ensangrentadas que le propiciaban dentelladas por todos lados.

—A la cabeza, dispárele a la cabeza —gritó colérico Yanquiel dando pequeños pasos hacia el Chevrolet.

Los oficiales, confundidos, alternaban las miradas entre su colega siendo devorado y el hombre que tenían en frente. Manuel, por su parte, seguía ausente a pesar de estar presente, tenía todos los sentidos enfocados en el cadáver de su madre en el asiento delantero.

—¿Acaso no entienden? Tienen que acabar con ellos antes de que sea demasiado tarde —alertó Yanquiel.

Uno de los militares reaccionó al ver a una masa considerable de personas desfiguradas y ensangrentadas acercarse al oficial caído y abalanzarse sobre él con la única finalidad de comérselo en vida. Una ráfaga de disparos se hizo sentir repentinamente. Las balas destrozaban la piel de los muertos esparciendo cientos de miles de trozos de carne por la carretera. Luego de él, los demás soldados se unieron a los disparos.

Los vasallos de la muerte avanzaron implacables ante los disparos de los militares, los cuales quedaron atónitos al ver que la mayoría de aquellas personas no se detenían por más disparos que recibieran.

Yanquiel aprovechó la confusión del momento para ir a por su hijo. De un tirón lo sacó del vehículo y abrió la puerta delantera del auto, tanteó en el suelo ensangrentado por la sangre de su mujer hasta que dio con la superficie metálica del cañón de la escopeta. Recogió su mochila y le dedicó una última mirada cargada de nostalgia a su esposa, retiró un mechón de cabello de su rostro y besó, por última vez, sus labios que aún se encontraban calientes.

—Tenemos que irnos —le dijo a su hijo tironeando de su brazo, Manuel simplemente avanzó por inercia.

A pesar de los disparos constantes, el número en crecimiento de muertos que llegaba al lugar, terminó por superar a los soldados. Los cuales fueron cayendo víctimas del pánico. Algunos, antes de ser alcanzados por las fauces de los muertos, simplemente se quitaron la vida de un disparo. Una vez más, Macrófago vitae le ganaba la batalla a una sociedad poco preparada contra un virus mortal.

Macrófago vitae: Infección.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora