CAPÍTULO 16

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Asomada a la cancela de la casa, Sarocha ve difuminarse el coche de Heng en el horizonte. Se gira y mira hacia la entrada, sabe que, cuando cruce la puerta, se encontrará con Rebecca y su expresión soberbia dibujada en ese rostro salpicado de pecas que tanto empieza a gustarle.

Sigue demasiado cabreada y sabe que, si accede en ese estado al interior, volverá a discutir con ella. Sarocha abre la puerta del patio y comienza a caminar con la intención de despejarse. Los paseos suelen ayudarla y también le son muy útiles para reflexionar. Tiene la pregunta de Heng rebotando en su cerebro desde que el muy indiscreto ha tenido la desfachatez de soltarla. ¿Le gusta Rebecca? Reconocerlo la enfurece, sobre todo porque sabe que es culpa de ese hecho el motivo por el que ha reaccionado de ese modo tan desmesurado, infantil y poco profesional. ¿Desde cuándo acude ella a Heng para que le solucione los problemas?

Chasquea la lengua y da una patada a una piedra, dándole de lleno y sorprendiéndose de lo lejos que la impulsa. Sarocha sigue caminando por las calles de Vinuesa durante casi una hora, ese es el tiempo que ha necesitado para tranquilizarse, y también para mitigar el bochorno que le produce su propia actuación. Seguro que ni Rebecca, que le ha demostrado con creces que es muy inmadura, habría montado un drama como el suyo si la situación se hubiese dado del revés.

Siente una sacudida extraña al imaginarse lo contrario, que hubiera sido ella la que estaba allí en plena faena y Rebecca la que la hubiera sorprendido. Sin duda, es mucho mejor que eso no pase nunca, porque la escritora britanica es tan gilipollas, que seguro que hubiera sacado el móvil para inmortalizar la escena y después chantajearla. Sarocha se ríe de sus propios pensamientos y se da cuenta —después de varias horas— de que ya está lista para regresar.

Cuando está llegando, ya está oscureciendo y el cielo está invadido de una mezcla de colores anaranjados que la deja fascinada, aunque no tanto como el olor a barbacoa que le llega desde algún punto de la calle. Sarocha aspira como un animal hambriento y alza la mirada buscando el humo de la barbacoa que es culpable de que haya comenzado a salivar como una perra delante de un hueso. No lo encuentra, pero al cruzar la verja de la casa donde siente que está recluida, le parece ver luz en el patio trasero. Sarocha pasa a la cocina y se encuentra con la puerta trasera abierta. Intrigada, sale al patio y ve, con una mezcla de sorpresa y agrado, que la dueña de la barbacoa es Rebecca.

Lo poco que quedaba de su enfado desaparece cuando se fija en todo lo que rodea esa barbacoa. El patio trasero no es muy grande, pero Rebecca se ha encargado de encender las decenas de bombillas de baja intensidad y tono cálido que cruzan todo el espacio. Además, ha encendido varias velas en la mesa y ha dispuesto con un mantel blanco digno de un restaurante, una vela en el centro en medio de un plato de cerámica que ella misma ha adornado con hojas secas y dos copas de vino que acompañan una botella que reposa en una cubitera. Si fuesen pareja, sin duda sería la cena más romántica que Sarocha ha disfrutado jamás.

—¿Qué es todo esto? —pregunta incapaz de pestañear por miedo a que todo desaparezca.

Rebecca termina de dar la vuelta a la carne y se gira hacia ella con una sonrisa resplandeciente.

—Es mi manera de pedirte perdón. No pienses mal, ya sé que parece que voy a pedirte matrimonio —dice y sonríe de un modo encantador.

Sarocha también quiere sonreír, pero está tan impresionada que solo le sale un suspiro ahogado cuando sus labios se estiran.

—No es eso —sigue explicando Rebecca—, es que me gusta mucho preparar cenas así, para momentos especiales, y todavía no te he agradecido que me estés ayudando con todo esto. Sé que estás aquí por mi culpa y que no soy una persona fácil, pero si te molestas en conocerme un poco, verás que en el fondo soy encantadora —añade con un guiño travieso.

Sarocha aprieta los labios con una mueca y entorna los ojos, no termina de fiarse de ella, pero debe reconocer que se ha esforzado.

—Nada de meter mujeres en esa cama mientras yo siga estando aquí —dice bajando el escalón de acceso al patio para acercarse a la mesa.

Rebecca también se acerca y coge el vino.

—Te lo juro, no vuelvo a traer a nadie —dice llenando las dos copas.

Le ofrece una a Sarocha y alza la suya en son de paz.

—Te prometo que a partir de ahora me centraré solo en el libro, nada de distracciones.

—Está bien —Sarocha acepta el gesto como una disculpa y choca su copa con la de Rebecca—. Supongo que yo también tengo que pedir perdón, no he debido ponerme como me he puesto —admite con la boca pequeña.

Rebecca siente una explosión de regocijo en su interior, este es uno de esos momentos en los que su lengua mordaz, bailaría dentro de su boca escupiendo frases que encenderían de nuevo esa ira en su compañera, pero recuerda todas las palabras del editor advirtiéndole que es ella la que más tiene que perder y se muerde la lengua. Además, debe admitir que esta tregua con Sarocha le gusta. El ambiente que ha creado es muy acogedor y se acaba de dar cuenta de que la compañía no puede ser mejor.

—Bueno, ¿qué tal la comida con tu hijo? —pregunta sacudiendo ese pensamiento de su mente.

Sarocha se relaja y se sienta en una silla mientras Rebecca vuelve junto al fuego y termina de tostar un par de rebanadas de pan después de haber sacado la carne. La escritora comienza a narrarle que todo fue bien y disfrutó de la comida, por un momento, se siente tan a gusto con Rebecca, que está a punto de contarle esa preocupación que tienen ella y su exmarido sobre el comentario de la asistenta, pero decide omitirlo y, sin darse cuenta, las dos acaban hablando de momentos de su infancia y de sus inicios en el mundo editorial.

Palabras en Disputa (Freenbecky)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora