Epílogo

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La prisión de alto mando era un lugar sombrío, frío, y tan impenetrable como el odio que sentía por Varek. Cada vez que cruzaba sus muros, el eco de mis pasos resonaba en los pasillos oscuros, alimentando mi rabia. Sabía por qué venía aquí, siempre por la misma razón. Varek. Ese malnacido que se había atrevido a hacer sufrir a Lyriselle y a tantos más. El hombre que pensaba que el poder lo hacía invencible. Pero ahora, no era más que una sombra de lo que fue.

Cuando llegué a la celda, lo vi. Estaba sentado, encorvado, con los ojos vacíos, pero no del todo derrotado. Todavía quedaba algo en él que me irritaba profundamente: su arrogancia. Esa forma en que, a pesar de estar encerrado y humillado, no pedía perdón, no mostraba arrepentimiento.

Abrí la puerta de la celda de golpe, sin decir una palabra. Los guardias sabían lo que venía, nadie osaba detenerme. En cuanto crucé el umbral, Varek alzó la vista, su expresión inmutable, pero lo suficiente para alimentar mi furia. No había miedo en él, solo desprecio.

—¿Otra vez, Nyx? —murmuró con esa voz rasposa, casi como si disfrutara de mi presencia—. ¿No te cansas?

No respondí. Mis puños hablarían por mí.

Le di el primer golpe en el rostro, uno fuerte que hizo que su cabeza girara bruscamente hacia un lado. El sonido del impacto resonó en las paredes de piedra. Él no gritó, solo gimió bajo su aliento. Me quedé de pie frente a él, respirando con fuerza, sintiendo la adrenalina bombear en mis venas.

—Esto no es por mí, ni siquiera es por el reino —le gruñí, mientras lo tomaba por la camisa y lo empujaba contra la pared—. Es por todo lo que le hiciste a ella. A Lyriselle.

Otro golpe, esta vez al estómago, lo hizo doblarse en dos, pero no lo solté. Lo mantuve firme, mi ira cegándome mientras lo golpeaba una y otra vez. Era un recordatorio de cada momento de sufrimiento que le había causado a mi reina, a la mujer que amaba.

Varek intentó ponerse de pie, pero lo empujé nuevamente contra la pared.

—Siempre pensaste que eras intocable, ¿verdad? —dije entre dientes, mis palabras impregnadas de rabia—. Pero mírate ahora. No eres nada.

Lo levanté del suelo con un solo brazo, sosteniéndolo contra la fría piedra. Sus ojos finalmente mostraron algo más que indiferencia. Tal vez era dolor, tal vez finalmente entendía que ya no controlaba nada, ni siquiera su propio destino.

—Puedes golpearme todo lo que quieras —escupió, su voz débil pero desafiante—. No cambiará nada.

Lo dejé caer al suelo, respirando con dificultad. Lo miré, tendido, sangrando, apenas capaz de mantenerse en pie. No era suficiente, nunca sería suficiente. No había dolor que pudiera igualar el sufrimiento que había infligido. Pero cada golpe que le daba me recordaba que la justicia, aunque incompleta, era mía para entregarla.

—No lo hago para cambiar nada —le respondí con calma, aunque sentía que la furia seguía latiendo en mi interior—. Lo hago para que nunca olvides lo que hiciste. Para que cada vez que sientas dolor, recuerdes que esto es solo el principio de lo que mereces.

Le di un último golpe, uno que lo dejó inconsciente en el suelo de la celda. Mis nudillos estaban ensangrentados, pero no me importaba. Varek era apenas un cascarón vacío ahora, y cada vez que venía aquí, lo vaciaba un poco más.

Me quedé mirando su cuerpo inerte durante unos segundos, sabiendo que volvería. La próxima vez, y la siguiente, hasta que no quedara nada de él, solo el recuerdo de lo que alguna vez fue y lo que había hecho.

Giré sobre mis talones y salí de la celda, cerrando la puerta tras de mí. No dije nada a los guardias mientras me dirigía hacia la salida, pero sabía que ellos entendían. Este era mi ritual, mi manera de mantener la promesa que le había hecho a Lyriselle: que jamás permitiría que Varek saliera impune de lo que había hecho.

La Princesa y el Vínculo Mágico ✔Donde viven las historias. Descúbrelo ahora