El eco de mis propias palabras aún resonaba en la sala, mientras Richard me miraba con esa expresión vacía, como si todo lo que había querido decir se le hubiera quedado atascado en la garganta. Me dolía más de lo que hubiera querido admitir, pero no podía retroceder. Había puesto un límite, uno que no estaba dispuesta a romper. Sin embargo, el silencio entre nosotros lo hacía más difícil de lo que imaginé.
Respiré hondo, tratando de no mostrarle cuán destrozada me sentía por dentro. Esta vez, me había prometido no ceder. Tenía que mantenerme firme. Pero verlo ahí, con los ojos perdidos y las manos apretadas en los bolsillos, no hacía más que aumentar el nudo en mi pecho.
—¿Eso es todo? —preguntó finalmente, su voz quebrada, casi inaudible.
Me dolía más que lo que hubiera querido, pero asentí. Tenía que serlo.
—Sí, Richard. Eso es todo —dije, evitando su mirada—. No puedo seguir viviendo a medias, esperando algo que no va a suceder. Es mejor así... para los dos.
Él se levantó del sofá, metiendo las manos en los bolsillos de su chaqueta, como si quisiera protegerse de la realidad que acababa de caer sobre nosotros. Sus ojos se encontraron con los míos por un momento, y por primera vez, vi un destello de vulnerabilidad en su mirada. No era el Richard seguro de sí mismo al que estaba acostumbrada. Estaba roto, y en cierta forma, me dolía verlo así. Pero no podía cambiar lo que ya era inevitable.
—Nunca quise lastimarte, Sara. Lo sabes, ¿verdad? —Su voz temblaba con sinceridad, pero también con algo de desesperación.
Asentí, pero mis palabras se sentían huecas.
—Lo sé, Richard. Pero a veces no es suficiente solo no querer lastimar a alguien. A veces, las decisiones que tomamos, o que no tomamos, terminan dañando más de lo que pensamos.
Él asintió lentamente, como si estuviera procesando mis palabras. Nos quedamos ahí, en silencio, ambos conscientes de que este era el final, aunque ninguno de los dos lo hubiera querido así. Después de lo que pareció una eternidad, Richard dio un paso hacia la puerta.
—Cuídate, Sara. —Su voz sonaba más suave, como una despedida definitiva.
—Tú también, Richard.
Y con esas palabras, se fue. Lo vi cerrar la puerta detrás de él, y con eso, sentí que una parte de mí también se iba. Me dejé caer en el sofá, sin poder contener las lágrimas que había estado guardando durante toda la conversación. Sabía que había tomado la decisión correcta, pero eso no hacía que el dolor fuera más fácil de soportar.
La tarde pasó lentamente, y cada minuto se sentía eterno. Mi mente repasaba cada uno de nuestros momentos juntos, desde la primera vez que nos conocimos hasta esa noche en el parque. Todo había sido una montaña rusa de emociones, un viaje que había comenzado con tanta intensidad y pasión, pero que ahora llegaba a un final amargo.
Esa noche, Valentina llegó a mi casa sin previo aviso, como si supiera exactamente lo que necesitaba. Entró sin decir nada, me abrazó y se sentó a mi lado en el sofá. A veces, las palabras no eran necesarias. Sabía que ella entendía perfectamente lo que estaba pasando por mi mente.
—¿Estás bien? —preguntó suavemente después de un rato, mientras me pasaba una taza de té caliente.
Negué con la cabeza.
—No, pero lo estaré. —Mis palabras fueron honestas, aunque dolía admitirlo.
—Hiciste lo correcto, Sara. Aunque no lo sientas ahora, fue lo mejor para ti.
Asentí, aunque no estaba completamente segura de ello en ese momento. Sabía que el tiempo eventualmente me haría sentir mejor, pero esa noche solo podía pensar en todo lo que habíamos perdido. No solo había perdido a alguien a quien amaba, sino también la confianza en que el amor podía ser suficiente para superar cualquier cosa.
Pasaron las horas, y Valentina se quedó a mi lado, llenando los silencios con palabras de consuelo y distracción. Poco a poco, la sensación de desesperanza comenzó a disminuir. Sabía que el camino hacia la sanación sería largo, pero al menos ya había dado el primer paso.
Al día siguiente, me desperté con una extraña sensación de alivio. No había lágrimas, ni resentimiento, solo una especie de paz silenciosa. Miré mi teléfono, esperando algún mensaje de Richard, pero no había nada. Él había respetado mi decisión, y eso, en cierta forma, me hizo sentir un poco más fuerte.
Decidí que era el momento de seguir adelante, de enfocarme en mí misma y en las cosas que realmente importaban. Me inscribí en una clase de pintura, algo que siempre había querido hacer pero que había pospuesto por mucho tiempo. También retomé mi rutina de ejercicio, algo que había abandonado durante las semanas de incertidumbre con Richard.
A medida que los días pasaban, sentí que poco a poco volvía a ser yo misma. Aún había momentos en los que lo extrañaba, en los que deseaba que las cosas hubieran sido diferentes, pero cada día dolía un poco menos.
Una tarde, mientras caminaba por el parque donde todo había comenzado, me encontré pensando en la posibilidad de un nuevo comienzo. No con alguien más, sino conmigo misma. Por primera vez en mucho tiempo, sentí que era suficiente con estar sola, con estar bien conmigo misma.
La vida tenía una manera extraña de enseñar lecciones, y aunque la mía había sido dolorosa, sabía que había aprendido algo invaluable: no importa cuánto ames a alguien, si no eres lo primero en tu propia vida, nunca serás suficiente para otra persona.