Prólogo

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De los inicios y los planes

En alguna parte del universo, oculto en el inmenso espacio, lejos de las ideas y ausente de todas las crónicas, surgió Era. Un mundo donde la creación tuvo su origen, donde la vida evolucionó antes que nosotros, antes de que muchas cosas existieran e incluso antes de que las hazañas se convirtieran en leyendas.

En un principio Era no tenía nombre. Fue un lugar solitario e inhóspito por incontable tiempo, y el primer contacto que tuvo con alguna vida inteligente se suscitó de la forma en la que suelen darse las cosas: por mera casualidad.

Una especie conocida como los Xenuris, cuyo progreso y tecnología no tenían semejanza, dedicó sus esfuerzos a viajar a través del inmenso cosmos, explorando los rincones de las galaxias más lejanas a fin de encontrar otras civilizaciones e intercambiar conocimientos, pero jamás hallaron algo similar a ellos, pues todas las formas de vida eran prematuras y subdesarrolladas.

Un largo viaje llevó a los Xenuris a un planeta inmaculado, donde el aire puro y sus tierras fértiles daban vida a paisajes magníficos, representando un espectáculo nunca visto y tantas veces soñado. Lo llamaron Era, que en su idioma significaba "Esperanza de Vida", cuyo nombre en el futuro no pudo haber sido más apropiado y revelador.

Conmovidos por la belleza del lugar, decidieron realizar el más grande experimento en toda su historia; un proyecto en el cual poblarían a Era de distintas civilizaciones que cumplieran dos características primordiales: que se adaptaran al entorno y que estuvieran en peligro de extinción.

Transitaron distintos sectores del universo para estudiar infinidad de especies aptas de poblar su nuevo hallazgo, entre ellos, los humanos. Su extensa progenie no fue lo que llamó la atención de aquella raza, sino aquél mundo repleto de condiciones desfavorables para subsistir. Por demasiados años, siglos quizá, los Xenuris investigaron la humanidad y otras formas de vida, llevando ejemplares hacia aquél mundo distante y volviendo muchas veces por más; prospectando, convenciendo y trasladando a todos los invitados de honor, en busca de una nueva existencia.

Luego de un tiempo se detuvieron a contemplar su trabajo y decidieron que era suficiente. La cantidad de individuos era apropiada para subsistir sin problemas. Ahora daba turno a la segunda fase del plan, averiguar lo más complicado y a la vez lo más intrigante: El choque de culturas.

Como era de esperarse los conflictos territoriales no tardaron en aparecer, pero los Xenuris ponían fin a las rencillas, impartiendo un castigo ejemplar a los rebeldes para que otros no se vieran tentados a seguir caminos similares. No obstante, intentaban hacerlo de forma pacífica, prefiriendo el diálogo a las armas. Por tal motivo se inventó el eriano, un idioma en común cuyo propósito valía para que arreglaran sus situaciones por esta vía y no por la fuerza.

A raíz de ello se establecieron sociedades sólidas y naciones firmes a lo largo de los tres continentes. Las especies comenzaron a llamarse razas y bautizaron a los Xenuris como Los Fundadores, agradeciéndoles el enorme esfuerzo para que todos convivieran en paz, pero aquella tranquilidad perduró por algún tiempo, hasta la llegada de algo que cambió el rumbo de las cosas y destrozó los planes trazados con tanta vocación. Surgió una variable inesperada e inimaginable, un invitado del destino y nada más que del destino.







De los dioses y su conflicto

Cuando menos se esperaba, una raza desconocida se manifestó en Era después de billones de años de dormir en los confines del orbe, y cuando vieron su mundo habitado por residentes que jamás habían visto, se perturbaron y decidieron averiguar lo que había pasado.

Se presentaron como seres de múltiples formas y nombres indescriptibles, y su esplendor fue admirado en los océanos y continentes, haciendo gala de asombrosos dones y demostrando un poder tan inmenso que no podía describirse con simples palabras. No era un dominio tecnológico como el de Los Fundadores, sino que poseían algo más, una magia completamente mística y abrumadora.

Eran catorce en total y se nombraron Vaukyanos, pero la gente no los llamó de esa manera, sino dioses; y muchos los alabaron y se entregaron a aquellos seres como sus fieles seguidores. Inclusive los Xenuris que, aunque no les fueron devotos, dejaron a las nuevas deidades que se encargaran del orden en el planeta, pues su tiempo en Era había terminado y era hora de regresar a su hogar original.

A partir de entonces los Vaukyanos se ocuparon de la paz, dejando de atender sus deberes e inclusive a sí mismos para enfocarse a la gente, hecho que marcó el origen de su más grande desgracia.

Un quinceavo vaukyano nació en Era, y a pesar de las advertencias de los dioses de no engendrar a ningún descendiente, hubo dos que pasaron por alto tal prohibición. Su amor dio fruto a un pequeño de nombre Argaldié, hijo de Xasiris, Tejedora del Tiempo y de Maugdor, creador de los ángeles.

El más joven de los dioses provocó el descontento en los demás, y por ende, creció solo y sin amigos la mayor parte del tiempo. Sus padres eran su única ancla en el mundo, pero incluso ellos, ocupados en mantener el equilibrio y armonía en el orbe, desviaron la atención en cosas menos importantes que su propio hijo, provocando que Argaldié se distanciara del camino. Su mente ociosa comenzó a divagar en infinidad de cosas que un criterio prematuro no debería ahondar, reflexionando sobre su propósito y dejando que sus pensamientos se retorcieran, su escaso juicio se nublara y sus intenciones cambiaran el espíritu.

A temprana edad descubrió sus dones, aislado de todos, como lo estuvo la mayor parte de su vida. Lo hizo al lograr su primera creación, una aberración de la cual llegaron muchas más, hecho por el cual se le conoció después como El creador de los demonios, con los cuales pretendía dominar el mundo.

Los Vaukyanos muy tarde descubrieron las pretensiones de Argaldié, y cuando quisieron ponerle un alto, éste ya había formado un vasto ejército de demonios en una isla lejana. Todas las deidades se unieron contra el último dios y viajaron a su guarida, pero El creador de demonios contaba con el apoyo de razas rebeldes que había seducido en secreto, y el inmenso ejército surgido de sus entrañas lo custodiaba a cada segundo.

Un dios ausente hasta ese momento llegó cuando había poca esperanza en la batalla, enfrentándose el solo a la amenaza y colisionando con la oscuridad para replegar sus huestes y debilitarlas. La gente coreó el nombre de Blesarth y a partir de entonces lo demoninaron El Eterno.

Xasiris, madre de Argaldié, aprovechó la ocasión para enmendar su error, y con inmenso dolor en su ser encerró a Blesarth y a su oscuro hijo en una torre donde el tiempo ni el espacio transcurrían en el universo, a fin de que aquellas almas no escaparan jamás y dejaran descansar a las demás razas de sus errores como dioses, aunque para ello se condenara a si misma.

Aquello hizo que los Vaukyanos desaparecieran sin dejar rastro, dejando un legado religioso que los mortales adoptarían como su Fe, en medio de un abandono de Era que ha permanecido así por más de dos mil años, hasta ahora...

El milagro de EraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora