21: El entrenamiento

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Evan se levantó más temprano de lo habitual, deseando comenzar el día lo antes posible para distraerse en otros asuntos que no fueran aquellas paredes monótonas. Cuando bajó al primer piso se encontró con Narvín sentado a la mesa. Le llegó un olor que abrió su apetito, proveniente del pan de especias recién horneado con crema dulce y frutos secos. En un rincón de la cocina se hallaba empotrado un horno de barro, aún humeante por el uso de la leña.

—Siéntate a desayunar —lo invitó el niño—. Ya no habrá alimento hasta más tarde.

—No sabía que tú cocinabas.

—En realidad fue Jagui. Se levantó de madrugada para hacerlo, antes de partir.

—¿A dónde? —se extrañó Evan.

—A preparar el terreno. Todo lo necesario para entrenarte.

Narvín le pasó un macuto cargado de objetos de primeros auxilios y le obsequió una sonrisa pícara. Evan lo tomó con suspicacia.

—Tan mal piensas que me va a ir, ¿eh?

—Mal es poco, pero no te preocupes, todo sana —dijo el niño sin el menor remordimiento. Dio la media vuelta y abrió una de las múltiples puertas de la cabaña, dejando entrar al viento reconfortante como un invitado más—. Andando, se hace tarde.

La cabaña estaba rodeada de bosque hasta donde la vista les alcanzaba. Los enormes troncos que se elevaban hasta el cielo, se perdían con el espeso follaje de las miles de ramificaciones que nacían desde la cumbre. La frondosidad servía como un cobijo para las criaturas que habitaban en sus copas y cubría perfectamente el calor en días extremos o lluvias torrenciales. Sólo algunos rayos del sol horadaban aquella majestuosidad para plasmar su presencia en puntos irregulares de la tierra, mostrando la intensidad de la vegetación. El trinar de las aves los acompañaba en aquél estrecho sendero, hecho para que dos humanos, no más, pudieran caminar hombro a hombro sobre éste.

—¿A dónde lleva esta vereda? —preguntó Evan.

—A la orilla del pueblo.

—Creí que me llevarían a un lugar menos concurrido, ya sabes, por mi condición.

—Aguarda y verás.

El último tramo descendía abruptamente y ambos tuvieron que avanzar casi a gatas para no rodar por la pendiente. Cruzaron la plazoleta en el centro del pueblo y se dirigieron hacia dos edificios de buena altura, deshabitados y avejentados. En medio de ambos se situaba un largo callejón y, luego de cerciorarse que nadie los seguía, se sumergieron con cautela. Lo que en un inicio parecía un callejón sin salida, resultó ser un pasadizo disimulado, el cual muy pocas personas podrían descubrir sin que fueran advertidas. Al final, una angosta brecha ubicada a su derecha se abría entre un muro elevado y la pared trasera de uno de los edificios.

—No pasaré por ahí, ni de broma.

—Claro que puedes, observa —El niño se introdujo de perfil, con el cuerpo erguido a plenitud para reducir sus dimensiones corporales a lo ancho del pasillo. Dio zancadas laterales para avanzar sin complicaciones y, en un santiamén, ya se encontraba a varios metros del recorrido. Evan trató de imitarlo, poniéndose de lado, levantando su cabeza, enderezando los hombros y sumiendo el estómago. No tuvo la misma soltura que el niño, el espacio que había no era suficiente para que se desplazara a voluntad, su ritmo fue pausado, y para cuando acordó, Narvín ya había desaparecido.

Al otro extremo se encontró con un espacio rodeado de tres edificaciones y una barda agrietada de poco más de cinco metros de altura. Tenía una leyenda escrita en la pared que mencionaba:

El milagro de EraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora