36: Señales en la tierra

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Después de haberse desvelado hasta altas horas de la madrugada, el grupo se alistó para partir a Verdeluín desde muy temprano, no sin antes haber dado cuenta de un almuerzo suculento. Evan pensó que la cabeza le daría vueltas por el hecho haber tomado mucho, pero no fue así. La resaca era muy leve, lo cual significaba que el vino de Baurodor era de excelente calidad, recordando el dicho: Vino corriente, mareo creciente. Vino sin falla, no importa la talla.

El equipo, con ahora dos nuevos integrantes, se reunió en un terreno despejado a las afueras de Nectovia. Vestían sus antiguas prendas ya lavadas y dejaron las kurtas en sus habitaciones. Gyrudor tampoco usaba una, sino un conjunto de hombreras y peto de cuero con un pantalón abombado de color negro, sin calzado.

La nave de Sianiris, presta para el viaje, se hallaba un poco más allá. Desde fuera se notaba un poco más amplia que la de ellos, similar a las que había visto fuera de la cabaña en Los Fresvos, cuando recibieron la visita de la moderadora y su comitiva. Ella aún no le dirigía la palabra a Evan y él tampoco hizo el intento de sacarle plática. Sin duda, aquél iba a ser un largo recorrido.

Harodur estaba junto a su hermano, más serio de lo habitual. Discutían entre ellos alejados de los demás. Sus grandes siluetas se recortaban a la luz del sol, que ese día seguía brillando en su esplendor, justo igual que la aurora anterior.

—No entiendo por qué no puedo acompañarte —decía Harodur.

—Porque debes cuidar a mi familia, a nuestro pueblo y en dado caso salvarme el pellejo —Gyrudor lo veía con gesto fraternal.

—¿Qué ha opinado Serile de tu partida?

—Aún no le aviso, pero en éste instante lo haré, para que ore por mí y me despida de nuestros hijos —El hanoruk talló la tierra con ambos pies despejando el terreno. Luego se arrodilló y su hermano se alejó unos pasos.

Narvín le dio un codazo a Evan para que estuviera atento a lo que pasaría a continuación.

Gyrudor cerró los ojos y pareció concentrarse por un momento. Una rodilla la tenía en el piso y la otra a la altura de su pecho. Sus nudillos oprimían el terreno, moviendo sus puños de un lado para el otro, buscando un punto de apoyo adecuado. De pronto, el hanoruk dejó de moverse, simulando una estatua labrada sobre el suelo.

Evan se preguntó si así es como ellos se comunicaban a la distancia, pero de inmediato sus dudas se disiparon cuando los cuernos negros del lekauro comenzaron a alargarse. Crecían lentamente con las puntas torcidas hacia abajo, incrustándose en la tierra como una afilada lanza en un trozo de papel, formando dos arcos perfectos de gran envergadura. No supo cuanta profundidad alcanzaron, pero por el tiempo que tardó, dedujo que al menos el doble de lo que se veía en la superficie. Un espectáculo de la naturaleza de aquellos seres digno de recordarse.

Un leve temblor se sintió bajo sus pies, lo que provocó que Sianiris se sobresaltara y sin quererlo se agarrara del brazo de Evan. Se repuso al instante y se soltó de mala gana, ni siquiera le dirigió una mirada de disculpa. Él se aguantó la risa.

—El mensaje llegará a Ceonura mucho antes que tú, hermano —apuntó Gyrudor al incorporase nuevamente. Sus cuernos regresaban a su estado natural—. Debes apurarte y apaciguar la angustia de Serile, nunca ha estado de acuerdo con mis repentinas excursiones.

—Ten mucho cuidado —dijo Harodur—. Mis pies estarán atentos a tu llamado y mis manos protegerán a tu familia —se tomaron del hombro—. Que las tierras fértiles te sean eternas.

—El Eterno te oirá —devolvió el saludo el corpulento.

Harodur inclinó la cabeza hacia el grupo, como un gesto de despedida. Se montó enseguida en uno de los animales que utilizaban para transportarse y lo azuzó para que avanzara en dirección al norte, levantando una polvareda al tomar mayor velocidad.

El milagro de EraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora