47: Frente a frente

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El golpe lo había aturdido por largo rato, haciéndole perder la noción del tiempo y las circunstancias. Su intuición lo trajo de vuelta a la realidad, al presentir que el peligro aún estaba latente. Su cabeza le daba vueltas y no pudo actuar de inmediato, sentía el golpeteo de un tambor interno que resonaba constantemente. Un hilillo de sangre brotó de su frente, se limpió con la manga de su uniforme y sintió el regusto de las venas rotas en sus labios. Se quitó el cinturón que lo ataba a su silla y trabajosamente se levantó, apoyándose en lo primero que encontró a su alrededor.

Allá afuera seguían golpeando a su nave; en un principio creyó que eran sonidos dentro de su aturdida cabeza, pero los sonoros impactos le demostraron que estaba equivocado. Buscó su arma entre el desorden y al encontrarla la encendió. No pasó nada. Lo intentó nuevamente, sin éxito, y a la cuarta vez desistió cuando tampoco le respondió, así que la cambió por otra de un estilo diferente. Ésta no era de electroimpulso, sino simple acero afilado que se enfundaba en el antebrazo, como una mortal extensión que sobresalía de su mano, alargando su extremidad considerablemente.

« ¿Qué mierdas pasó? » se dijo mientras todo le daba vueltas sin cesar.

El golpeteo a la superficie de su nave se había detenido, así que abrió la compuerta para averiguar que ocurría allá afuera, y el clamor de la batalla le llegó como un rugido atronador. Cautelosamente se asomó por la abertura y al no distinguir una amenaza cercana, se animó a salir al campo y descendió la rampa de un salto.

Lo primero que distinguió fue a sus compañeros del ejército sin mucha confianza, peleando mano a mano contra las hordas de los gridwöls. Ellos eran más fuertes, más feroces y además los doblegaban en número. Las bestias que montaban eran un punto a favor del enemigo, ya que los humanos iban a pie, ocasionado cuantiosas pérdidas para la causa de Marasca.

—¿Malcom, estas bien? —escuchó decir a un compañero suyo.

—Si, con un trancazo en la cabeza, pero bien —respondió éste—. ¿Qué fue lo que sucedió? —No reconocía el nombre del soldado a pesar de que a él si lo reconocían. Ya habría tiempo de preguntarle su identidad, por lo pronto tenían que salir de aquél embrollo.

—Estos malnacidos se unieron con los ornicones, ni más ni menos —dijo el soldado apuntando hacia la cima de un desfiladero—. Nos pescaron por sorpresa.

Malcom dirigió la mirada hacia allá y divisó una horda de gigantescos seres cuyo tamaño no supo distinguir bien por la distancia, pero calculó que debían medir alrededor de 5 metros de altura como mínimo. Su vello tupido color marrón cubría aquellas inmensas piernas y brazos, pasando por el amplio pecho hasta su robusto cuello. A partir de la barbilla para arriba estaban calvos, así como sus manos y abdomen, que dejaban a la vista una piel bastante curtida y pálida. No llevaban ningún tipo de indumentaria, o si lo hacían, se disimulaba con la mata de pelo que crecía notablemente.

Su principal rasgo característico era un cuerno en la testa, que nacía justo encima de su par de ojos pequeños. Los ornicones usaban ese gran cuerno para emitir unas ondas de campo magnético no detectables por los medios convencionales, lo cual impedía funcionar cualquier tipo de instrumento, maquinaria o dispositivo cuya fuente fuera magnética, eléctrica o derivadas de éstas dos, como el electroimpulso, del cual estaba basada la mayor parte de la energía de su arsenal.

Sin duda fue un acierto del enemigo, para desgracia de los humanos, el contar con esos aliados. Con un simple vistazo, Malcom no supo decir cuántos de éstos gigantes había, pero entendió al momento que por su causa los sistemas de las naves no funcionarían, y por lo visto las armas de los demás tampoco.

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