42: Despedidas

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Salieron abrigados por la profundidad de la noche, en medio de un denso silencio interrumpido sólo por aquellas pisadas apresuradas. Ninguno miró hacia atrás, ninguno profirió palabra alguna y nadie se atrevió a aminorar el paso. La incertidumbre de una decisión arrepentida los siguió por el largo camino a su libertad. No se sentirían tranquilos hasta haber puesto un pie fuera de las imponentes murallas, y ni así estarían seguros. Únicamente el dejar atrás Ohaluín hasta perderla de vista les calmaría la ansiedad.

Habían ingresado seis forasteros y se habían marchado once. El recién integrado quinteto de exploradores caminaba hombro con hombro con el resto del grupo, realizando un gran esfuerzo por no derrumbarse en el trayecto. La rudeza sufrida en los extensos interrogatorios, aunada a la falta de alimentos y descanso en las celdas, hizo que la fatiga les pesara en el andar. Aun así eran lekauros, y su resistencia sobrepasaba el estándar de las razas comunes.

La sola idea de esfumarse de ahí les daba la fuerza suficiente para no tomar descanso. Al final pasaron el umbral del círculo mayor a través del improvisado túnel subterráneo, y cuando hubieron atravesado, corrieron hacia el cobijo del bosque para sentirse completamente a salvo. En ningún momento fueron detenidos.

Las estrellas titilaban a poca intensidad a medida que el grupo avanzaba. Ya faltaba poco para el alba, y el cielo se teñía de un púrpura a punto de fugarse en el firmamento, justo igual al día que los capturaron.

Sianiris fue la encargada de romper el sigilo.

—Espero que mi nave aún esté donde la dejamos —Los shakales le habían quitado sus pertenencias, entre ellas el control remoto, el cual tuvo tiempo de desactivar antes de que cayera en manos ajenas.

Gyrudor buscó las marcas que había dejado en el tallo de los árboles para encontrar el sendero de vuelta al aero-vehículo. El más viejo de los lekauros exploradores se acercó al hanoruk. Tenía moretones en varias partes de la cara y el cuerpo.

—Gyrudor, no hay palabras ni acciones que describan el agradecimiento que tenemos por habernos rescatado —su tono de voz era amable—. Que las tierras fértiles te sean eternas.

—Si estamos vivos es gracias a éste muchacho —El hanoruk apuntó a Evan—. A él es quien hay que agradecerle.

El viejo volteó con el humano, se llevó una mano al pecho y le regaló una sonrisa sincera, Evan le devolvió el gesto. Los demás lekauros lo imitaron, sus rostros eran un amasijo de heridas e hinchazones que las sombras del bosque disimulaban.

Caminaron un corto tramo que reconocieron vagamente. La salvaje experiencia del pasado les había ocupado la mayor parte de sus actuales memorias. Habían olvidado bastantes cosas antes de verse capturados, y el antiguo campamento situado en un claro del bosque lo encontraron al azar. Decidieron reposar dentro de las tiendas un poco antes de seguir, los pies ya no les daban para más y sus ánimos tampoco ayudaban. No hubo guardia ésta vez y todos fueron a dormir por un rato, ya la mañana les devolvería las ideas. Necesitaban relajar sus músculos y despejar la mente. Lo peor había pasado ya.

Fue una noche donde el sueño se apoderó por completo de aquél grupo. Unas cuantas horas después, las luces del amanecer atravesaban débilmente la frondosidad de las copas de los árboles y lo poco que llegaba hasta ellos, era detenido por la gruesa tela de las casas de campaña. El lugar permaneció plácido y confortable sin saber cuánto tiempo había transcurrido desde la pernoctada, pero el primero en levantarse fue Jagui, quien inspeccionó los alrededores antes de despertar a los demás.

—¡Levántense¡ —chistó—. ¡Vamos, arriba¡ —Sacudió a sus compañeros por los hombros.

—¿Qué pasa? — preguntó Narvín, desperezándose.

El milagro de EraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora