23: Creencias opuestas

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Halder se había sentado en el último banco, como acostumbraba hacerlo todas las veces que acudía allí. Aquél sitio distaba mucho de encontrarse entre sus lugares predilectos, pero no por ello significaba que estaba en desacuerdo con lo que se profesaba. Es sólo que él prefería hacerlo en privado, ya que un hombre de su posición no se podía permitir caer en fanatismos que pudieran afectar su jerarquía. Por lo tanto, entre menos llamara la atención, mejor.

Para su mala fortuna ese día la catedral estaba a reventar. No obstante, ninguna de las personas a su alrededor parecieron notar su presencia, quizás porque jamás esperarían que el general del ejército estuviera entre ellos como un igual. Las normas dictaban que los oficiales de alto rango ocuparan los asientos más privilegiados, cerca de los altares.

El general mantuvo por buen rato un perfil bajo, escuchando toda clase de conversaciones, hasta que el murmullo de la gente se aplacó cuando un acólito giró el mecanismo de un enorme reloj que se alzaba hasta el techo abovedado del recinto, simulando la famosa Torre del Tiempo.

Las cuatro manecillas empezaron a moverse en distintos ejes, aludiendo aquella representación del espacio-tiempo donde El Eterno había sido encerrado hace más de dos mil años. Sin duda, lo hacía un complejo artefacto que la mayoría de las personas no alcanzaban a entender, pero eso no era motivo para aminorar su fe. Las multitudes iban a rezar, no a profundizar en la mecánica.

La fastuosa estructura dorada se erigía detrás de la poltrona del Alto Olicario. El piso de mármol, siempre reluciente, la hacía sobresalir por sobre los hermosos detalles que adornaban el templo. Una pieza arquitectónica fascinante, que por el simple hecho de entrar en ella, lo sumergía a uno en historias místicas que parecían suceder en el presente.

« No deja de impresionarme cada vez que vengo. » pensó Halder mientras veía las esculturas de los pasillos laterales, pertenecientes a las doce deidades que la Fe Eterna veneraba. Ni Xasiris, ni Maugdor ni Argaldié aparecían en ellas, salvo cuando se hablaba de maldad.

La gente comenzó a levantarse de sus asientos. La Alabanza estaba a punto de comenzar.

Una figura conocida por todos apareció rodeado de varios acólitos con hábitos níveos y escapularios color café, la mayoría jovencitos menores de quince años. El Alto Olicario, Karol Romescu, vestía una túnica carmesí con un palio color oro, en el cual pendían de su pecho y su espalda dos tiras rectangulares que llegaban casi hasta los pies. Su vejez se notaba incluso desde aquella distancia, la calva incipiente y su andar pausado ponían en evidencia que los años le habían pasado factura. Un ayudante le puso un diminuto parlante entre su ropaje y le pasó un grueso libro, el cual no podría ser otro que el Código de los Dioses, la Biblia eriana.

—Amados fieles, bienvenidos —La voz del Alto Olicario llegaba clara y fuerte hasta donde se encontraba el general—. Una vez un escéptico cuestionó los designios del Eterno, asegurando que era imposible que Blesarth, desde su encierro, pudiera ayudar a sus creyentes. Despotricó contra su imagen y contra los fieles hasta llegar al último día de su vida. Murió con el alma envenenada por tantos rencores, pero en su camino se le unieron varios detractores que vociferaban pestes y se reían de nosotros los incondicionales. Sin embargo, los verdaderos seguidores aguantamos todas sus burlas e insultos sin perder la fe.

Hizo una pausa para pasear sus cansados ojos por todo el lugar. Uno de sus ayudantes se movió hacia atrás y jaló una cuerda que desplegó una manta angosta y alargada que colgaba del techo. Cayó justo encima de la poltrona, mostrando unos símbolos que tantas veces había visto Halder en cualquier iglesia a la que había entrado.

« El tiempo es para siempre y el espacio es infinito. » tradujo el general para sus adentros. Imaginó de antemano lo que estaba por ocurrir.

—Hoy podemos estar orgullosos de nuestra fuerza de voluntad —prosiguió Karol Romescu—. Hemos elegido el camino correcto y nos complace saber que somos testigos de un reciente milagro —Una sonrisa de triunfo se dibujó en sus labios—. Un joven humano ha sido bendecido por El Eterno y nos lo ha enviado como prueba inequívoca de su presencia. Un embajador universal que en su espalda lleva un mensaje idéntico a éste, iluminando los senderos a su paso.

El milagro de EraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora