13: Choque de culturas

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Estamos cerca, no hagan tanto ruido —advirtió Uorkel. Su voz era pesada y su respiración entrecortada, como casi todos los de su raza.

—Eso espero, mi hacha ya está ansiosa de probar la sangre humana —manifestaba Grag Kraf desde hace rato. Habían recorrido mucho y no pensaba en otra cosa.

—Ya te he dicho que no —replicó el primero—. Nos enviaron sólo para asustarlos, no para matarlos. Debemos dejar testigos de nuestra presencia. Hasta Kkel Zott lo ha entendido, ¿verdad?

—Sin duda —confirmó Kkel. Cada vez que hablaba, reía sin motivo alguno.

—Pero también Kkel sabe que no hemos venido hasta acá sin divertirnos un poco, ¿verdad? —le preguntó Grag Kraf.

—Sin duda —repitió Kkel mientras blandía su arma contra la espesa maleza. Se adelantó a sus dos compañeros, siempre le gustaba ir al frente.

—Este bobo dice que si a todo, ni siquiera escucha lo que le preguntan —mencionó Uorkel al tiempo que lo observaba con disgusto.

—No se por qué nos lo asignaron, siempre está distraído como un verdadero iroklor—lo insultó Grag Kraf. Iroklor era como se denominaba en su tierra a los más estúpidos.

—Lo enviaron con nosotros porque sabe hablar la lengua eriana. Los humanos no conocen nuestro idioma y necesitamos traductor.

—Que ironía. Kkel ni siquiera habla bien el drunwan, menos hablará el eriano.

—Pues espero te equivoques, sino habremos recorrido toda ésta caminata para nada.

A aquellos tres gridwöls los habían enviado para atacar y aterrorizar un pueblo alejado del sur de Marasca. En este caso la aldea de Beskla, un punto solitario y con escasa protección. Iniciaron su recorrido desde Aromargo, ubicado al norte de la Tierra de Nadie, pidiendo refugio en las distintas hordas que pueblan las afueras de las Cuevas de Gas. En ninguna fueron bienvenidos.

Atravesaron el sinuoso paso de los Campos Yermos, un estrecho camino inhóspito y generalmente solitario, pero en el cual últimamente se escuchaban rumores de gente deambular en grupos abultados, emigrantes quizá, o simples visitantes. De cualquier forma, se vieron en la necesidad de apurar su andar con el propósito de pasar desapercibidos. Franquearon las montañas de Calesnya, donde tuvieron algunos problemas con los ornicones, nada que un poco de gas violeta no pudiera resolver para que los dejaran seguir sin complicaciones. Luego se adentraron más al este en la jungla Hawa-Pük, y una vez ahí, descendieron toda la franja fronteriza que los acercaba a Marasca y los alejaba de las tribus hawareñas, donde para variar, tampoco serían recibidos de buena manera. Toda una cansada y arriesgada travesía.

—Atentos. Hemos llegado —dijo Uorkel, apoyándose en el suelo para esconderse tras unos árboles. Su piel verdosa disimulaba su presencia ante los aldeanos que deambulaban a lo lejos, sin imaginar siquiera que pronto recibirían un ataque sorpresa.

—¿Cuántos frascos te quedan? —preguntó Grag—. Necesito uno ya. Me estoy poniendo ansioso de sangre —pasó su tosco dedo por el filo de su hacha.

—Pocos —respondió Uorkel—. Éste es el último que te doy, por lo menos hasta que hallamos cumplido y nos larguemos —Sacó de un morral un pequeño recipiente cobrizo que aventó a las manos de su compañero.

Grag Kraf lo atrapó y abrió la tapa con avidez. Un vapor violáceo emergió del frasco y lo exhaló, llenando sus pulmones con esa habitual droga.

—Deberían hacer lo mismo también, si no quieren comportarse violentos —aconsejó mientras tiraba el recipiente en el piso.

—Yo estoy bien, aspiré uno hace rato —contestó Uorkel—. Tú que dices Kkel, ¿andas tranquilo?

El milagro de EraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora