46: Las fauces del demonio

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No empujen¡ —se quejaban los de adelante a cada paso que recorrían, procurando no alzar la voz más de lo habitual.

—¿Quién me pateó? —reclamaban los del medio.

—¡No fui yo, hazte para allá¡ —respondían los de la retaguardia.

—Es que no veo nada. ¿Quién viene detrás de mí?

—Preocúpate mejor por saber quién va adelante, que va deteniéndonos a todos.

—Soy yo —les aclaró Narvín—. Y no avanzo como desearían porque es imposible distinguir un camino claro, así que no se quejen.

—¡Cállense que nos van a escuchar¡ —les espetó Evan—. Yo iré al frente, tengo experiencia recorriendo túneles en plena oscuridad —dijo y sin esperar respuesta, se adelantó al grupo con determinación. Había viajado tantas veces por las cuevas de las montañas Mandrias que se sentía confiado en poder andar por aquellas cavernas sin perderse. Al paso de los años desarrolló una habilidad para distinguir los cambios en los senderos que horadaban las grandes elevaciones rocosas.

Anduvieron un poco más deprisa bajo su guía, sin embargo, no podían acelerar sus pasos al hallarse frente a la amenaza de un repentino ataque de las criaturas que habitaban aquél inhóspito lugar. El túnel se abrió en un recodo y sintieron el aire enrarecido que los hizo preguntarse dónde se hallaban. Aún sus ojos no lograban acostumbrarse a aquella insondable oscuridad.

—Antes de continuar, debemos saber que hay dentro de la caverna —dijo Gyrudor y le pidió el arma a Puldeor, quien se desajustó la abrazadera y se la tendió al hanoruk.

El lekauro apuntó hacia la amplia negrura de la cueva, activando el dispositivo con un movimiento de su brazo. Evan pensó que iba a disparar para saber si había algún demonio escondido acechándolos, pero lo que arrojó el arma fue una bengala anaranjada que, dibujando una estela, fue a introducirse directo a la caverna. Un destello amarillo y rojo alumbró el interior.

—Deprisa —mencionó el hanoruk—. Estas luces duran poco tiempo y no contamos con muchas; dos municiones de luz por cada uno, si mal no recuerdo las instrucciones que nos dieron —le devolvió el arma al lekauro y alzó su espada, que cada vez le tomaba más estima.

El grupo avanzó al corazón de la cueva con ritmo acelerado. La bengala brillaba en lo alto del techo abovedado, bañando los rincones sombríos y dotándolos de claridad. El lugar parecía deshabitado, como si todos hubieran huido de aquél infierno, pero en el fondo presentían algo malo que los mantenía intranquilos mientras corrían hacia las profundidades.

Un repentino cosquilleo invadió a Evan, casi un molesto ardor que no lo dejaba en paz.

Narvín se percató de aquello.

—¿Como vas? —le preguntó—. ¿Te sientes bien?

—No lo sé, siento como si la energía quisiera liberarse de mi cuerpo, la he retenido mucho tiempo.

—¡Ni se te ocurra expulsarla¡ —se alarmó el pequeño—. Prométeme que la mantendrás en tu interior.

—Lo prometo —dijo sin ánimos y apretó sus puños, como si eso fuera suficiente para conservarla. Evan no entendía la insistencia del niño, pero después de haberlo conocido durante todo éste tiempo, lo menos que podía hacer por él era creer en sus palabras, por más alocadas que sonaran.

Al final de la enorme cavidad se hallaba una hendidura similar a la cuenca de un ojo vacío que se abría desde el piso hasta el techo, en la cual se adentraron sin pensárselo. Del otro lado se formaba un enorme espacio, cuya pendiente se declinaba varios metros abajo.

El milagro de EraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora