44: Voces sin rostro

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La barcaza avanzaba rauda gracias a los seis remos que manejaban los lekauros, donde de vez en cuando se turnaban con Evan y Vawaki cuando alguno se sentía cansado, aunque su resistencia era de admirarse. Narvín se hallaba sentado a la proa, con brújula en mano. En ocasiones se oían sus órdenes como "babor o estribor" cuando quería que se desplazaran hacia un lado en específico. Todo el viaje había tenido el ceño fruncido, aquella rara brújula no se comportaba como él esperaba.

—A todos lados y a ninguno —hablaba el niño para sí mismo al recordar las palabras del hijo del anticuario. Ahí es a donde debían de ir. Cuando la aguja comenzaba a dar vueltas les informaba a los navegantes para que mantuvieran el curso actual, pero al cabo de un rato se quedaba estática en dirección al norte.

En ocasiones pasaban por zonas donde una espesa bruma no dejaba apreciar más allá de sus narices, y cuando eso sucedía se ponían en alerta, temiendo que algo apareciera repentinamente y los atacara. El mar estaba muy tranquilo, desconcertantemente tranquilo.

Las espadas las mantenían al centro, donde abarcaban más de la mitad de la gabarra a lo largo. Los exploradores por su parte no quisieron dejar sus armas de electroimpulso en la cubierta, pues se sentían desprotegidos e incómodos. Lo malo es que los movimientos bruscos al remar hacía que se activaran involuntariamente y tenían que detenerse a neutralizarlas de nuevo.

Evan tuvo el detalle de preguntar los nombres a los cinco exploradores lekauros que los acompañaban. Le parecía por demás ridículo que todo este tiempo los hubiera identificado como "el gordo", "el joven", "el viejo", "el callado" y "el de la barba picuda". Además, la ocasión se prestaba para entablar una conversación en medio de tanto silencio.

Yerledur sobrepasaba en edad a todos, debía de tener unos 50 años como mínimo y no era tan corpulento como Gyrudor, pero sus músculos aún aparecían a la vista, a pesar de la vejez. Sus manos eran muy grandes, desproporcionadas con la poca altura que tenía.

Jiodelún era el contraste, Evan le calculó unos 20 años a lo mucho. Su fisonomía delgada y larguirucha le hacía parecer reservado, no obstante, sobresalía por ser el más platicador de los cinco. Tenía una cicatriz enorme en el pecho y usaba distintos collares de piedras coloridas que lo disimulaban.

Barante era por mucho el más gordinflón de todos. Su cara rechoncha venía acompañada de una sonrisa sincera y relajada. Su enorme barriga le estorbaba para poder agacharse a placer, provocando que la vestimenta se le embarrada más a su cuerpo, a punto de reventar. Todo en él lo hacía parecer gracioso y dócil, sin embargo, nada más lejos de la realidad. Barante era el más letal de aquellos exploradores.

Puldeor, el de la pequeña barba y singulares cuernos, rastreaba mejor que ningún otro, de hecho él fue quien dejó los mensajes afuera de los tres aros justo antes de ser atrapados por los shakales. Era el más atento al rumbo por el que navegaban, como queriendo descubrir algo que se les pudiera pasar a los demás, pero en esta ocasión, el inmenso mar y la neblina no le dejaron demostrar sus cualidades.

El último era el que más intrigaba a Evan. Airudor le llamaban. Jamás hablaba, ni siquiera gruñía o exclamaba. Jiodelún le explicó que se debía a que le habían cortado la lengua hace años, un solo cuerno adornaba su cabeza y el otro se lo habían arrancado. Su cara adusta reflejaba su estado de ánimo hosco. El joven lekauro comenzó a contarle sobre cómo había perdido su cuerno y su lengua, pero Gyrudor lo mando callar, alegando que no era momento para chismorreos y que se enfocara en remar.

Narvín tenía buen rato de no dictar ninguna orden, lo que sugería que la brújula ya estaba girando en todas direcciones. Evan se acercó al niño y miró fascinado el compás.

El milagro de EraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora