33: Traición y sangre

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Las antorchas de llamas púrpuras eran sus únicas compañeras. La lumbre mortecina creaba un funesto ambiente frío allí, donde la ausencia de calor le acalambraba aquellos músculos que durante varios días habían dejado de responderle. Los grilletes aprisionaban muñecas y tobillos con tanta presión que parecía que de un momento a otro le reventarían las venas. Sus brazos los tenía extendidos y su cuerpo en el aire, suspendido por cadenas que se clavaban en la pared del fondo. No podía moverse, no podía escapar, ni pedir ayuda y mucho menos lamentarse; al menos hasta estar seguro de las intenciones de su señor.

Syran había despertado encadenado en la antigua cámara de Argaldié, y desde que abrió los ojos, no encontró a nadie más. El primer día tuvo la leve esperanza de que Trobak lo visitaría para aclarar cualquier malentendido, sea cual fuese. Su mente divagó en una interminable cantidad de propósitos por la cual habría terminado en aquellas condiciones, pero no halló una que se acercara a una probable respuesta.

« ¿Qué he hecho mal? »

Sus índigos ojos parecían fundirse con el color de las llamas, mientras su vista la mantenía fija en el vacío. Sus memorias eran lo único que veía en aquél sitio, lo real no le alcanzaba para entretenerse.

En el segundo día, por su mente pasó la idea de que quizá estaban poniéndolo a prueba para cerciorarse que no era un impostor. Si aguantaba la agonía de sus ceñidas ataduras, entonces no dudarían de él y lo tomarían como a un igual. Aquello era lo que más deseaba, pero su forma humana era una carga difícil de desprenderse, pues ningún demonio confiaba en él y eso no se pasa por alto en un lugar donde la compasión es inexistente.

Aún no quería dejar aquella imagen, no cuando le servía para poder salir al exterior de la isla sin temor a que las turbas le dieran caza y le cortaran la cabeza. Había usado aquél pálido disfraz desde pequeño, perfeccionándolo con el pasar del tiempo; si dejaba aquella piel para confundirse entre los suyos, no tenía la seguridad de poder volver a su antigua forma.

« Los demonios podemos adoptar cualquier aspecto, no soy tan diferente a los demás. »

Al tercer día sus ánimos habían decaído por completo. Su temple se convirtió en desasosiego, y jaló con rabia el yugo de eslabones que tanto le atormentaban, lo que valió para que un escozor le recorriera donde la piel se frotaba con los grilletes. Sintió un repentino impulso de pedir ayuda y gritar a todo pulmón, pero aún le rondaba la duda de que se tratase de una prueba. Reprimió su deseo de desahogarse cerrando los puños para capturar su arrebato a fin de permanecer impasible. Las llamas continuaban con su danza, no así su negro corazón, que neutralizaba cualquier indicio de calor y lo volvía gélido, irradiándolo a todo el lugar.

« No tardará en venir y me liberará. Estoy seguro, jamás le he fallado. »

Pero transcurrió el cuarto día y luego el quinto, y al llegar el sexto, sus restos de confianza se habían resquebrajado por completo. Para entonces sus brazos y piernas no le respondían, ni siquiera para pensar si le dolían o simplemente ya no eran parte de su cuerpo. El cansancio lo obligó a dormir, y sus ojos se cerraron a pesar de que su dueño intentaba lo contrario. Syran dormía poco, sólo lo suficiente para evitar decaerse. Se decía a menudo que los demonios no dormían, por lo que él tampoco se daba ese lujo y si lo hacía, era por breves lapsos en un sitio donde nadie lo observara.

« Dormir es para los débiles y yo soy un demonio. No debo dejar que mis ojos me traicionen.» se decía constantemente, pero por alguna razón, cada vez se convencía menos de tal cosa.

El fuego púrpura de las antorchas se movió hacia un costado, lo que significaba que una débil ráfaga de aire se había colado en la cámara. En un principio Syran no comprendió lo que pasaba en su entorno, pero al sentir una corriente en su rostro se puso en alerta. Alguien había abierto La Puerta del Suplicio, por fin tenía visitas.

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