53: Celebraciones

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La nave surcaba el cielo despejado, sobrevolando un terreno que poco a poco les resultaba familiar. Llevaban unas cuantas horas en el aire desde que los hallaran navegando en aguas turbias del mar de la Marca. Los militares habían rastreado su nave varada en La Garganta y, a partir de allí, estuvieron examinando durante dos días enteros en los alrededores.

El viaje había sido largo desde el rescate, y para ese entonces la fatiga ya se estaba apoderando de sus párpados. Evan cabeceó en un par de ocasiones, antes que el piloto avisara que en ese instante se adentraban a Marasca, provocándole un regocijo que despejó su adormecimiento. Ya ansiaba ver a sus seres queridos, y descansar era lo menos que le importaba. Su compañero del asiento contiguo opinaba lo contrario; Narvín dormía plácidamente, sumido en una respiración lenta y profunda.

Sintió ganas de despertarlo para darle la noticia de su próximo arribo a Atania, pero decidió mejor enfocarse a la conversación entre Gyrudor y Vawaki, quienes al parecer habían entablado una buena amistad a raíz de aquella misión.

Gyrudor hablaba de lo impaciente que estaba por ver a su familia y de platicar con su hermano para que le diera detalles de la batalla. Él a cambio le contaría sus impresiones en la Isla del Demonio. Estaba seguro de que su historia sería la mejor y que su hermano se pondría celoso por no haber tenido una hazaña tan emocionante como la suya. Normalmente competían por cosas así.

Vawaki, en cambio, era sinónimo de desgano y pesimismo. Ahora que había terminado todo, no tenía a donde ir. Aún cargaba con el peso del destierro de su pueblo y su aventura estaba por llegar a su fin. Esos días en su compañía fueron los mejores que había tenido a pesar del constante peligro. Por fin se sentía alguien, con una meta a la cual aferrarse, pero poco le duró el gusto; al parecer, era el único tripulante que no estaba contento. Gyrudor le ofreció que se quedara en Baurodor si así lo deseaba; allá sería bienvenido y con gusto le otorgaría unos aposentos en Ceonura. Vawaki le dio las gracias y mencionó que lo pensaría.

—Llegamos a Atania —anunció el piloto.

Un tremendo sentimiento de emoción y nerviosismo se apoderó de Evan. Aunque no era su natal Orublín, la sede de la academia militar se había ganado su corazón. Sin perder tiempo se acercó a la cabina y divisó por la escotilla una gran congregación de razas que deambulaban allá abajo. A esa altura parecían diminutas figuras multicolores que se mezclaban por toda la plaza del festival, formando un amasijo de sutiles contrastes y formas cambiantes. Se dio cuenta que el vello se le había erizado.

La nave descendió con lentitud en un claro pedregoso de la plaza, esperando a que unos ciudadanos despejaran el área inmediatamente para que pudiera aterrizar sin contratiempos. Algunas personas se acercaron a ellos, curiosos por ver quién había llegado, aunque la mayoría siguió en lo suyo, caminando de allá para acullá. Había música, comida, espectáculos de bailarines y acróbatas, vino para los adultos y juegos para los niños. El atardecer estaba en su apogeo y el horizonte se encontraba iluminado en tonos naranjas, dorados y rojos: un día plácido para convivir. Parecía que el clima se hubiera puesto de acuerdo para aquella celebración y no se atrevió a arruinarlo con intensas lluvias o vientos gélidos, aunque eso no les hubiera importado a los hawares.

Al salir de la nave, el primero que los recibió fue Jagui, quien vestía una camisa roja sin mangas de cuello amplio, un pantalón abombado negro y unas finas sandalias de tirantes.

—Pensé que ya no vendrían de la isla —comentó el moreno.

—¿Y faltar a una fiesta como ésta? Jamás —El niño alzó su cuello por entre el gentío—. Veo que trajiste a tu sobrina.

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