43: El Anticuario

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Una vez que se aprestaron a partir, Evan tomó los controles de mando y despegó la nave con algunos problemas. Como bien le había informado Sianiris, la estabilización suponía la mayor complicación de un vuelo y, tras intentar en varias ocasiones equilibrar el mando, por fin pudieron emprender el viaje en medio de caídas bruscas y elevaciones repentinas.

Si generalmente a los lekauros y hawares les disgustaba viajar por aire, aquello terminaría por sepultar sus ánimos de reconsiderarlo.

—¿A dónde vamos? —preguntó Evan tan pronto pudo mantener fija la nave. Se relajó un poco, el piloto automático se encargaría del resto.

—A la Isla del Demonio, ¿qué no es obvio? —respondió Gyrudor— Pero que sea rápido, ya quiero bajarme de ésta condenada cosa.

—Primero haremos una pequeña escala en la Tierra de Nadie — comentó Narvín—. Específicamente en un desolado paraje conocido como Las Garras.

—¿Y que haremos allá? —preguntó uno de los exploradores.

—Conseguir armas.

—Bah —exclamó el gordo palpando el metal en su antebrazo—. Con ésta preciosidad será suficiente. Nada mejor que el electroimpulso.

Antes de partir hacia Marasca, Sianiris alcanzó a configurar el piloto automático para que pudieran llegar a su destino sin extraviarse. Narvín le señaló el lugar y ella programó la ruta, aunque demoró un poco más de lo habitual, pues un sitio como ése no era tan extenso ni tan popular como para hallarlo en el plano. Después de mucho intentarlo, finalmente apareció.

—Podrá llevarlos hasta Las Garras, en cambio la Isla del Demonio no me aparece en el mapa —le había dicho ella. El niño le comentó que ya hallarían el camino por su parte.

La pantalla mostraba unas coordenadas con otros tantos valores que nadie supo descifrar; cambiaban a cada segundo y se desplegaban en distintas partes del tablero. La nave era tan compleja, que solo un experto al nivel de Malcom podría comprenderla en su totalidad.

Un círculo que parpadeaba esporádicamente se movía en dirección al suroeste, allá donde la última parte de la Cordillera de las Coronas se unía con el lúgubre sendero conocido como La Lengua: un desfiladero que se prolongaba hasta la entrada a Gaixeba, bordeando entre el mar de la Marca y Verdeluín.

—Prepárense para acabar con unas cuantas aberraciones —mencionó el lekauro joven, mostrando su arma con orgullo.

—La Tierra de Nadie es un sitio sagrado donde los dioses lucharon por última vez a lado de nuestros ancestros —le señaló Vawaki—. No profanes su suelo con la sangre de la violencia.

El explorador frunció el ceño y abrió la boca para contestarle, pero Gyrudor le hizo una discreta seña para que se callara. Entendía que la devoción de los hawares era la más arraigada de todas las razas, y un comentario fuera de lugar derivaría en una pelea innecesaria.

El resto del viaje transcurrió en silencio.

Un vistazo a la árida superficie que sobrevolaban les indicó que se habían adentrado a la Tierra de Nadie, desierta y lúgubre. Una pequeña capa de neblina cubría el suelo rocoso de la nación más deshabitada del continente, como jirones de humo estacionario que cubrían el paisaje de un tono grisáceo y blanquecino. No había vegetación ni árboles, salvo unas cuantas ramas desnudas, similares a meñiques de nudillos vetustos.

No detectaron vida durante el trayecto, ni siquiera alguna alimaña que anduviera merodeando. Daba la impresión que todo ser vivo se hubiera escondido en las grietas que trazaban el suelo o bajo la espesa niebla.

El milagro de EraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora