Capítulo 9 Sangre de dragón (D)

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     Miles de Docas marchaban a través de centenas de portales lunares bajo la inmensa nube rojiza que oscurecía los parajes y los convertía en desiertos desolados sin vida, pudriendo los árboles, matando a los animales y envenenando los ríos a su paso. La ennegrecida ciudad marítima llena de cadáveres se extendía alrededor del muchacho como un manto putrefacto, aunque él era incapaz de reaccionar. Jestix, Nidia, Akilina y Celeste yacían sin vida en el suelo bajo los pies de Durand, ensangrentados y cubiertos de profundos cortes de los que supuraba una sustancia negra parecida al alquitrán. Pero eso no era lo peor, no para Durand.

     El ladrón contemplaba con los ojos llorosos el horror y el fin de la vida mientras, en sus brazos, una cría blanca de dragón agonizaba y de desangraba a causa de un fuerte golpe que le había desprendido su pata izquierda. Durand cayó de rodillas y, reuniendo toda la fuerza de voluntad que pudo reunir, ignoró el dolor que le punzaba el corazón y desenfundó una daga de su cinturón.

—Tranquilo, chico, pronto habrá acabado todo—murmuró, entrecerrando los ojos aguantando con mucha dificultad el llanto. Sus manos le temblaban y su mandibula también, sólo faltaba una gota más para que rompiese a llorar como un bebé. Sin embargo, con la fuerza de voluntad para otorgarle la paz de la muerte a su fiel compañero de vida, le incrustó el filo en el cráneo del dragón para cesar con su sufrimiento.

    Durand se sintió como si el alma se le escapase de la boca en cuanto vio como las patas y las alas de su vivaracho amigo quedarse sin vida y rugió con impotencia lo más alto que le permitieron sus cuerdas vocales, sujetando a Spico fuertemente contra su pecho. No le importaba mancharse con la sangre de la criatura, de su amigo, de su hermano.

—Lo siento, Spico, perdóname... Por favor, perdóname... —gimió entre sollozos antes de romper de nuevo en llantos, pero se atrevió a mirarle de nuevo a los ojos, esos ojos saltones siempre vivos y llenos de alegría ahora estaban vacíos, fríos y... Bastó con esa mirada para que el corazón de Durand diese otro vuelco, era todo demasiado irreal... Tanto tiempo juntos se habían esfumado en un instante.

     Durand se despertó gritando y llorando, bañado en un sudor frío y con los ojos, que siempre habían sido azules, de color naranja brillante. Su cara entera resplandecía con un color blanquecino parecido al de Spico.

      Había sido solamente una pesadilla y todavía era de noche. 

     Spico dormía plácidamente bajo sus pies y por sus movimientos inquietos dedujo que también el padecía pesadillas. El ladrón se tomó un tiempo para relajarse y miró hacia la ventana; en el marco estaba posado un cuervo de color negro pesadilla, de ocho ojos de colores carmesíes, la mitad fijos en el ladrón y la otra mitad puestas en el dragoncito.

—No te muevas pajarito —le ordenó Durand y, sin hacer movimientos bruscos, acercó su mano en dirección a la ballesta que tenía apoyada al pie de la cama, la cargó y disparó. La flecha cruzó toda la habitación e impactó justo en el centro del pecho del animal. El pájaro dio unos aleteos antes de estallar en una nube de sombras tan reales como él mismo—. Esto es malo, muy malo.

     Durand se volvió a arropar y trató de dormir, aunque esa noche le fue muy difícil, pues no pudo quitarse la mirada muerta de Spico de la cabeza.

     Durand se volvió a arropar y trató de dormir, aunque esa noche le fue muy difícil, pues no pudo quitarse la mirada muerta de Spico de la cabeza

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