Capítulo 31 El Puñetazo

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     La oscuridad seguía avanzando por la isla a pesar de los continuos esfuerzos de los imperiales y de los hechiceros para contenerla. Desde el campamento principal Nube veía, a través de la ventana de su carpa donde se alojaban al menos una docena de heridos, como muchos de sus camaradas y subordinados se introducían en las tinieblas para perderse para siempre, ahí en la penumbra donde la oscuridad era más fuerte eran aplastados por los gigantes Docas, asesinados por la veloz infantería, incinerados por el fuego de los hechiceros o reventados por los ataques contundentes del arma de Carboncillo. Por más orden o por más disciplina que tuviese su ejército, rivalizar contra un enemigo infinito en poder y en número era un suicidio, un suicidio que ella no podía permitir.

     Desde la batalla contra Abismo y Elysea, Nube había estado siendo curada por dos hechiceros y su leal capitana no se había despegado de su lado, al parecer las heridas infligidas por la magia oscura eran muy difíciles de curar y el daño había sido grave, pero después de lo que le había parecido una eternidad estaba más que preparada para volver al ataque.

     Nube apartó de una brazada a los dos hechiceros que la estaban tratando, uno imperial y uno de La Academia, más que nada porque los imperiales no se fiaban ni un ápice de la buena voluntad de los hechiceros de luz.

—Ya me encuentro mejor, voy al frente —espetó la campeona, clavando los dedos en la tierra alrededor de su camilla y tratando de ponerse en pie, cosa que consiguió con la incondicional ayuda de su subordinada.

—Señora, aún no está cur...

—Ha dicho que ya se encuentra mejor, basura —la apoyó la capitana ante el sanador de La Academia—. La campeona no necesita la aprobación de nadie.

     El anonadado hechicero de luz se apartó junto al imperial, el cual había obedecido a la campeona desde el comienzo.

—Gracias, capitana.

     La mujer asintió y soltó el brazo de Nube, permitiendole que saliera de la carpa y se adentrase en el bosque de cerezos, seguida por su subordinada.

—Capitana, ¿por qué me sigues?

—Yo acepté su juicio de levantarse y luchar aún sin estar curada del todo. Ahora usted debe de aceptar el mío de querer permanecer a su lado pase lo que pase.

—Es muy peligroso, regresa.

—No voy a regresar.

     La campeona se paró en seco.

—¿Sabes que podrías ser juzgada por insubordinación?

—Soy completamente consciente de ello.

—¿Y vas a arriesgar tu vida viniendo conmigo sabiendo que la única recompensa que vas a tener si de casualidad sobrevives es un juicio en el que sin lugar a dudas serás ejecutada?

     La capitana se quitó el yelmo, mostrando su cabellera negra recogida en una pequeña coleta, sus ojos verdes y su piel pálida llena de pequeñas pecas y ligeramente ruborizada. Era bastante joven, aún así no titubeaba y su mirada estaba imbuida en una determinación tan regia como las montañas.

—Desde que era pequeña la he admirado, ha sido mi ídolo y mi modelo a seguir, igual que el de muchos otros niños imperiales que, como yo, han entrenado duramente desde jóvenes para luchar en un campo de batalla junto a usted algún día; la mujer que no conoce la derrota ni el miedo, la mujer que se ha alzado por encima de sus iguales y ha alcanzado una gloria superior a la de cualquier dragón, humano o mestizo conocido y, por encima de todo, la mujer que ha dado esperanzas a varias generaciones en nuestro país que lograron salir a delante tomándola a usted como ejemplo. Usted es el sol que ha iluminado la vida de muchos de nosotros y hoy tengo el honor de luchar hasta el final a su lado y eso es precisamente lo que haré, mi campeona, pues si me quedase aquí sentada esperando a que usted lo hiciese todo en lugar de fallecer luchando codo con codo con la mítica campeona, estaría renegando de un regalo que el resto de nuestros congéneres habrían aceptado sin dudar. Me da igual morir si lo hago como una auténtica imperial, con un arma entre las manos protegiendo mi tierra.

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