Capítulo 25 ¡Fuego!

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     Sonaron cuernos de guerra y de entre los tenebrosos titanes Docas de Abu emergió un nuevo destacamento de sombras con armaduras mucho más gruesas que los Docas anteriores. Se movían al unísono y sus espadas y escudos repicaban a la vez como el teñido de las campanas de una catedral al ritmo de sus firmes pasos. No se parecían a sus siniestros hermanos, ni siquiera en aspecto ya que aunque seguían siendo sombras embotadas en armaduras negras y oxidadas, sus corazas estaban cubiertas de amenazantes púas orientadas hacia arriba que culminaban en tétricos yelmos de calaveras con coronas de humo que ondeaban en el aire como un macabro estandarte de muerte. 

—¿Qué viene ahora? —inquirió Gallo, arrojando una bola de esputo desde lo más profundo de su garganta hacia el hielo. Las armaduras de distintas formas y tamaños y el líquido negro ya empapaban el hielo bajo los pies de los soldados imperiales, que hasta ese momento se habían alzado de entre todas las tropas del enemigo como una muralla inquebrantable, pero ninguno de los Docas a los que se habían enfrentado hasta el momento eran como los que tenían frente a ellos, y no tardaron mucho en descubrirlo.

     Un meteorito de fuego púrpura del tamaño de un carro descendió de los cielos de forma abrupta y estalló contra uno de los destacamentos imperiales. Los soldados se giraron alarmados y estupefactos, pero no tuvieron tiempo de elucubrar una hipótesis, a la primera bola de fuego oscuro la siguieron una docena más que comenzaron a impactar contra las tropas de Gallo con una brutalidad muy superior a la de cualquier máquina de asedio existente. Por suerte los magos de los imperiales desviaron la mayoría de los golpes, pero cuatro meteoritos lograron atravesar sus defensas y calcinaron a decenas de hombres y mujeres que servían al imperio.   

—¡Retroceded, debemos de reagruparnos con las tropas de Nube y las del contralmirante Yanne! —Gallo comenzó a vociferar órdenes a sus soldados, los cuales comenzaban a retroceder tan pronto como podían con ayuda de los hechiceros que lograban bloquear parcialmente la lluvia de fuego.

—¡No huiréis a ninguna parte! —Carboncillo emergió de la bruma negra y ladeó su kanabo como había hecho antes en el barco, reventando en pedazos el caballo mágico de uno de los soldados imperiales, al cual remató destrozándole el cuello con la bota metálica. Acto seguido levantó la mano y la armadura de acero de una imperial se envolvió en llamas violetas, ella chilló y trató de arrancársela, pero se le estaba fundiendo sobre la piel hasta que su cuerpo colapsó.

     Como una bestia sedienta de sangre, continuó avanzando entre sus enemigos reventándoles los huesos con su descomunal arma pesada, levantándola y moviéndola como si fuese una pluma, avanzando hacia el almirante. Aunque una púa gigantesca y escamada emergió del suelo, golpeando con fuerza al Docas deteniéndole en seco.  

     Carboncillo salió volando con la armadura abollada por el impacto, pero se recuperó rápidamente y usó su dominio sobre las sombras para permanecer estático en el aire. Desde ahí vio como del hielo emergía un inmenso gusano de piel negra de por lo menos quince metros hacia él, con una boca repleta por doce hileras de dientes afilados que giraban dentro de sus fauces como si fuese una suerte de máquina trituradora. El Docas tuvo que recurrir al teletransporte para evitar a aquella inmensa criatura, reapareciendo al instante entre la fuerza de élite del Linaje Oscuro.

     El cuerpo del gusano se encogió hasta alcanzar el tamaño de un niño ya en el aire y se quedó en el cielo, levitando sobre las tropas enemigas. 

     "¡Contemplad al hijo del dios dragón, Frigo!" transmitió telepáticamente la criatura. No tenía extremidades ni ojos, ni nariz, ni orejas, pero su potencial mágico era incalculable. A su alrededor se acumulaban los copos de nieve girando como si estuviesen sometidos bajo un campo gravitacional en vez de seguir cayendo hacia el suelo.

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