27. Ángel del Infierno

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Cuando el cielo se rompa, sea quebrado junto con nuestras almas, no habrá salvación y mucho menos para Dios. Cuando la arrogancia y el egoísmo nos invada ¿Quién nos salvara de esa?

Ojos amarillentos de pupila contraída. Un grano de arena en medio de un prado de trigo seco. El color negro de las cenizas en medio de un mar de fuego. Así eran los ojos de aquella bestia. Un ronroneo grave emergía continuamente de su garganta, indicando que su estómago pedía algo que ingerir. Su pelaje, sumido en un tono blanco con rayas negras las cuales ninguna eran rectas, brillaba por los leves rayos de sol que entraban por el techo, haciendo que sus facciones se escondieran en una fúnebre sombra que cubría la mayor parte de su felino rostro. «Un tigre de bengala» pensó. Sus anchas y peludas patas se encontraban contra el suelo, rígidas, denotando sus músculos. Tensa. Esa sería la palabra que en aquellos instantes describiría a Martina con tanta claridad. Retrocedió un paso, dándose cuenta de que tras ella se encontraban las sillas y las mesas del comedor aun con la comida en los platos. Miro por encima del hombro de reojo, encontrando un cuchillo dos mesas más allá de donde ella se situaba. Trago saliva, y sin pensar mucho en las consecuencias, echó a correr, tirando la mesa, colocándola como una barrera que impediría pasar al animal -o eso creía- dando traspiés llego hasta el cuchillo, cogiéndolo justo antes de ver una corpulenta bestia saltar por encima del tablero volcado sin apenas esfuerzo.

Su cuerpo tembló, poniéndose a la defensiva como autorreflejo. Observaba su cola en un vaivén intermitente. Formando eses de un lado para el otro, inquieto. Se abalanzo sobre ella, lanzándola de espaldas contra la mesa, partiéndola por el peso tanto del animal como de ella, sintiendo las astillas clavarse sobre la piel de su espalda. Sentía el jadeo sobre su rostro, su mal aliento acompañado de unas fauces que no cesaban de salivar. Intento hacer el amago de morder, a lo que Martina se libró desesperadamente, recibiendo el roce de uno de sus colmillos atravesando su ceja hasta su pómulo izquierdo. Se quejó y sin pensárselo más veces, empuño el arma con las dos manos, y empujo.

Fluido rojo brotó del tigre, era tibio, goteante sobre su abdomen. Saco el cuchillo, arrancándolo de su musculo para luego ensartarlo entre sus costillas repetidas veces. El animal rugió a causa del dolor. Se retorció y seguidamente retrocedió, bajándose separándose de ella para echar a correr hacia la puerta, librándose de alguna puñalada más.

Martina se incorporó. Dolorida por el choque contra la mesa. Sus mejillas eran recorridas por pequeños riachuelos de sangre hasta llegar a su barbilla para precipitarse al vacío. Sus ojos se abrieron, permitiendo verlos tan negros como la noche. Sus manos, manchadas de un tono granate a la vez que sujetaban el arma, temblaban, indefensas, desnudas. Su mirada se posó en Uriel; el cual se encontraba justo a la vera de aquel hombre mayor, sus miradas atónitas le permitían descubrir que no se esperaban aquel final. La sangre de sus mejillas se mezcló con el agua salada de sus lágrimas, permitiendo que corriera más rápido y de un color más claro para precipitarse contra su camisa y el suelo baldosado.

--Creo que me he ganado el derecho de llegar el nombre de Gata ¿No, señor presidente?

Preguntó a la vez que se encaminaba hacia él. Su voz era relajada. Todos los presentes la seguían con la mirada.

--Es un demonio...-- Los murmullos eran lo suficiente altos para que Martina lograra escucharlos. Susurros que se convertían en un ruido continuo el cual comenzaba a molestar. A inquietar --A logrado que un tigre se aleje de ella... cómo es posible.

--Si bueno, te ganaste el apodo de Gata, es más, lograste un regalo-- Sus labios se curvaron con una maldad sorprendente a la vez que sus mejillas se arrugaban, dejando paso a una amplia sonrisa --Una cicatriz que la tendrás de por vida.

--Maldito-- Mascullo entre dientes. Su ira se acumulaba, acompasada con el bombeo de su corazón bum bum bum bum...

--Bienvenida seas al infierno. Mi nombre es Ezequiel y a partir de hoy soy tu general.

Su voz, asquerosamente firme, le calaba sin descanso alguno, penetrándola hasta el tuétano de sus débiles huesos. Sintiéndose machacada moralmente.

« ¿Cómo puede ser tan desgraciado? ¿Y encima tiene el valor de elegirse el nombre de un bibliotecario del infierno? ¡Le queda de lujo ese maldito nombre! » Los gritos de su cabeza le pedían, a suplicas, propinarle un buen golpe con el puño cerrado, pero no lo hizo. En cambio miro a Uriel, emanando odio incluso por los poros de su blanquecina y sudorosa piel. Dirigió una rápida mirada a todos los que se habían dispersado hacia la pared de la izquierda, descubriendo, entre ellos, a Celeste agarrando su camisa por el pecho y con sus pupilas tan diminutas como granos de arroz. Se la veía tan angustiada como a la mayoría de los presentes, con los que al parecer, no querían ver a una persona descuartizada. Zeta y JT no apartaban sus ojos de ella, brillaban, refulgían como brasas de fuego al cual acabas de avivar. Martina apretó sus colmillos entre sí con fuerza, denotando su musculosa mandíbula justo antes de esquivar el cuerpo de Ezequiel y de Uriel pasando por el medio y encaminarse hacia cualquier otra parte lejos de ellos. Sus tres compañeros de habitación corrieron hacia ella, buscando explicaciones o simplemente ofreciéndole su compañía. Zeta intento agarrarla del brazo; un intento fallido ya que Gata no ceso de caminar con el mismo ímpetu que antes. Se dirigía sin pensárselo mucho hacia la enfermería de la oscura ciudad.

--Gata-- Murmuro Celeste, esperando, en vano, una respuesta de su compañera.

Tras llegar al susodicho lugar, fue atendida por una joven rubia la cual llevaba el pelo recogido con un coletero. Sus ojos eran de un tono lila extrañamente mezclado con rallas azules marinas. Entro en una pequeña sala bien iluminada gracias a unas lámparas colgantes y unos buenos ventanales los cuales atraían la luz del día. Se sentó sobre la blanca camilla y sin decir ni una palabra, espero las órdenes de la enfermera.

--Mírame-- Espeto. Posando su mano sobre su barbilla, agarrándola con suma delicadeza y descubriendo que no lloraba, no sentía dolor, tan solo era un alma arrastrada por los sentimientos negativos obedeciendo las órdenes que la daban. La muchacha, tras mirarla detenidamente, tan solo hizo una mueca de dolor, como compadeciéndola por aquella horrible herida que la acompañaría hasta el final de sus días. Agarró un par de gasas, empapándolas de clorhexidina para luego pasarlo con delicadeza sobre el arañazo, limpiándolo. Tras quitar la sangre, decidió colocarle algunos puntos de sutura para finalizar la curación, seguidamente, le coloco un parche sobre el fúnebre corte, tapándolo a la par que su ojo--Iré a buscarte cuando crea que debes quitártelo. Hasta entonces ni se te ocurra despegarlo de la piel.

Se alejó de Martina, dejando espacio para que se levantara y se marchara, no antes de pedirla sus datos y el número de su habitación.

Por su mente aun rondaba el recuerdo de aquella joven de pelo negro y ojos de esmeralda. Dios. Era tan hermosa. ¿Qué tal estaría sin ella? Aquella pregunta la torturaba, pero con la venida de su recuerdo, miles de sentimientos la bombardeaban sin descanso, permitiéndola incluso, sentir un ardor inevitable en el pecho, el cual terminaba como una presión angustiosa que no la permitía respirar con facilidad, sino con pesadez.

El futuro InciertoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora