30. EL SILENCIO.

18 1 0
                                    

El silencio del océano se asemejaba a tu mirada, profunda y sin saber que se hallaba al final de esta, y sinceramente, me daba miedo mirarte fijamente, me aterraba el perderme en ti, en tus pupilas.

Sus manos agarraban las suyas. Su pupila se posaba sobre sus dos pozos sin brillo. Celeste tragaba saliva, sus labios entreabiertos, lanzando débiles ráfagas de aire entre ellos, su mirada resbalo por su cuello, pasando por su pecho y desviándose por los brazos para finalizar entre sus manos. Su pálida piel era ligeramente humedecida por sus mejillas hasta su barbilla, revelando el fino camino de sus propias lágrimas. Martina observo su angustiosa expresión.

–– ¿Me estas pidiendo que...?–– impregno sus labios de saliva con un rápido movimiento de lengua, delatándose nerviosa –– ¿Me estas pidiendo que te ayude a salir de aquí?

––Mmm... exacto– Martina mantenía unos iris sumidos por la frialdad y la concentración– ¿Hay algún problema con ello?–sus cejas se curvaron, arqueándose dubitativas.

Sus ojos salieron de sus orbitas con mueca de sorpresa a la vez que se levantaba de la cama de Martina en la cual se encontraban sentadas las dos, siendo examinadas por sus dos compañeros de habitación; JT y Zeta.

–– ¿¡Que si hay algún problema!?–Hizo una pausa, exhausta e intentando mantener la calma lo más posible– ¡Claro que la hay ¿no te das cuenta?! –Agarró con sus manos los laterales de su cabeza, tratando de asimilar lo que se le venía encima, sus piernas titubearon– ¡Eres muy muy joven, tienes una jodida vida por delante y tu estas ahí, parada, pensando en salir de la ciudad subterránea arriesgando tu puta vida!

Sus finos dedos se aferraron a las sabanas, agarrándolas sin compasión, llena de ira y de rabia que impedía que saliera. Sus pupilas se contrajeron junto antes de levantarse, imponiendo todo el respeto que podría imponer en aquel miserable momento. Su rostro se desencajo por el odio, rememorando cada doliente momento de su vida, tales como flashes que la impedían sentir su corazón latir con la ferocidad a la que enfrentaba a la vida a pesar de su quebrado corazón. Sus manos se encaramaron a los bordes del cuello de la camisa de Celeste, atrayéndola hacia sí misma, enfrentándose cara a cara con ella. Celeste contempló como su único ojo visible refulgía como si fueran las vivas llamas del fuego, chisporroteando y mostrando a través de la pantalla de su cristalino, sus más profundos sentimientos. En su lacrimal temblaron las lágrimas que acababan de estancarse en el rabillo de su ojo. Sintió su respiración sobre su cuello, alterada, realmente se encontraba demasiado cerca. Demasiado.

–– ¿y tú? ¿Tú no eres demasiado joven para vivir en esta puñetera ciudad? Tienes una vida que vivir. Aun tienes que amar y llorar, soñar, reír, aventurarse, perderse ¿Qué se supone que estás haciendo que no estas luchando por ser la mejor y salir de aquí? –Sus puños se cerraron con fuerza, reprimiendo el alzarle la voz más de la cuenta. No aparto la mirada de sus azulados ojos. Por un momento, la verdosa mirada de Irisviel tropezó torpemente con la ira acumulada de su cabeza. Enfrentándose a sus miedos de fracasar. Recordando cuando de joven entre sus manos se albergaba el refinado tacto de un violín y su sinfonía, tocada elegantemente al compás de un viejo piano de cola. Ya no estaba en aquella fría habitación subterránea, sino que estaba totalmente sumergida en el mundo de sus recuerdos, rememorando aquel escenario de parqué, los focos sobre su rostro y el sudor por su sien. Las miradas atónitas y perplejas de todos los presentes los cuales contemplaban como Martina, en el esplendor de sus 16 años, descargaba todas sus fuerzas frotando el arco contra las cuerdas de su instrumento, creando una veloz armonía entre el violín y ella, eran uno. Todo terminó, los focos apaciguaron aquella potente luz cegadora, acostumbrándose a la tenue luz para ver como mares de lágrimas caían por el arrugado rostro de su madre mientras aplaudía ferozmente, por fin estaba orgullosa de ella. Por fin podía verla feliz desde que todo se había venido abajo–Tu...– Sus manos resbalaron, ya no la estaba sujetando, y ahora estaba retrocediendo sobre si misma–Tienes una familia a la cual poder abrazar y darles las gracias a cada miembro por ser tan grandes, porque sería terrible que ya no los pudieras abrazar jamás.

Sus palabras sonaban dolientes, llenas de un dolor invisible ante el ojo humano, pero demasiado palpable para ella, demasiado...real.

La moqueta del suelo, azulada clara, se volvió oscura en un pequeño redondel. Una gota salada había estallado contra el suelo en mil pedazos. Estaba llorando. Martina estaba llorando. Sus piernas flaquearon, toda su fuerza acababa de abandonarla, como toda aquella gente la cual se había marchado de su vida. Celeste dio un paso al frente, extendiendo su brazo, quería alcanzarla, pero no se atrevía, no sabía que debía hacer, se encontraba paralizada de pies a cabeza. Martina negó al verla avanzar. Su corazón le pedía a gritos correr, huir, salir de allí y no volver jamás, y, lo sentía por quien dijera lo contrario, pero ella iba a seguir aquella corazonada. Viró sobre sus propios talones, encontrándose frente a la puerta, tiro del pomo hacia abajo, abriéndola, y permitiéndola ser libre, y así fue, se sintió pájaro por un momento, en libertad sin que nadie se lo prohibiera, tan solo corrió, como alma llevada por el diablo, estaba huyendo, y nunca sabría si huia de sus recuerdos, de sí misma, o de la situación.

El futuro InciertoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora