Décimo primero

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Mamá.

Cuando me dijeron del accidente, sentí que mi corazón se rompía en trillones de pedazos. No te podía perder, eres mi todo. No, no, no, no. Te amo, Mami. Cuando me avisaron rápidamente me dirigí al hospital. Pregunté por ti y esperé impacientemente. Cuando me guiaron a tu habitación y entré, los trillones de pedazos se dividieron en otros pedazos más. Estabas dormida, tu piel había perdido su color, tenías cicatrices en tu cara. Mis ojos comenzaron a aguarse hasta que lágrimas caían por mis mejillas. Lo único que me calmó fue que el doctor me dijo que estabas bien y que gracias a Dios no habías sufrido heridas graves, pero esas heridas que tuviste te dejaron inconsciente.

El tiempo pasaba y pasaba. Aún tenía la esperanza de que despertaras de tu inconsciencia. Era demasiado tarde, y mis ojos me pesaban, hasta que me quedé dormido sentado, con mi cabeza al lado de tu brazo.

Sentía que alguien me acariciaba el cabello suavemente y esas manos tan delicadas, las reconocía, porque son las mismas manos que acariciaban mis mejillas siempre. Me levanté y te vi sonriendo. Todos los pedazos se volvieron a unir. Estabas despierta, pálida, pero despierta. Tus manos me acariciaban las mejillas, estaban calientes. La esperanza, la esperanza es la última cosa que se pierde, porque la esperanza es fuerte. Nunca me vuelvas a dejar, Mami. No otra vez.

Te amo.

De Hijo A MadreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora