Capítulo I: Hielo

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Multimedia: Nada me impedirá. Rodrigo Arizpe.

Diciembre, 2014.

-¡Sale la orden de la mesa 5!-Exclamó mientras se arremangaba por quinta vez en el día la filipina después de depositar con cuidado y precisa velocidad el platillo bien decorado en la barra de servicio. Le gustaba su empleo, no podía negarlo: la carrera interminable para terminar los diferentes pedidos a tiempo, para nunca generar quejas malhumoradas entre los comensales; los cientos de olores mezclados en el ambiente metálico de la cocina; las voces de los cocineros, los ayudantes y el personal por doquier, animando la iluminada estancia; el cuchicheo generalizado proveniente del restaurante, el sonido de las copas y los cubiertos. Amaba dejar un poquito de su alma en cada platillo, en cada decoración.

Anhelaba no tener tiempo para pensar en ella, ni en la maldita estela de amargura que le dejó su partida.

Podía pasarse todo el día ahí dentro, sin descanso, de un lado para otro, inmerso en la preparación de los cientos de platillos diarios, ordenando cuentas y comprobando suministros; ordenando y coordinando a los cocineros. Era un ser extremadamente eficiente, con demasiada energía que, a pesar de su aura oscura constante, lograba arrancar sonrisas a sus compañeros, quienes a pesar de los constantes regaños y prisas, lo querían y apreciaban su presencia mandona en la cocina de aquel lujoso restaurante de una de las zonas más viejas y agradables de la ciudad.

Llegó hace casi ocho años. Nadie conocía a ciencia cierta su historia. Rodrigo Solis era un hombre de pocas palabras fuera de la cocina que no solía salir a festejar con los compañeros del restaurante. Llegaba en punto de las cinco de la mañana y se iba pasadas las ocho de la noche; nadie sabía qué hacía fuera del trabajo. Mariella, una de las cocineras que se había mantenido por ya casi cinco años, estaba perdidamente enamorada del Chef y en más de una ocasión había buscado la forma de coquetear con él, de acercarse de aquel singular personaje de aura oscura pero delicioso sazón, sin muchos resultados.

Aquel hombre de piel aceitunada, movía sus manos de largos dedos con delicadeza al trabajar. Su perfil serio, delicado pero masculino, no denotaba mayor emoción. Los ojos gatunos, de un tono verdoso, se mantenían siempre fijos en su interlocutor. El rostro, atractivo y altivo, se decoraba con unas finas cejas bien delineadas naturalmente, unos labios delicados y un mentón cuadrado que le otorgaban, en conjunto, aquel aire de suficiencia y orgullo cuando hablaba con voz grave.

Terminada la faena, como todas las anteriores, se dirigió en su sepulcral silencio a su vestidor. Cambió la filipina por una simple playera negra y una sudadera del mismo tono. Se despojó del pantalón reglamentario por un cargo también negro. Con cuidado, dobló su ropa de trabajo y la metió a la mochila. Antes de cerrar el locker, alzó la vista y observó aquel desgastado retrato pegado en la puertita, medio oculto entre notas y fotografías más recientes de sus sobrinos, esos pequeños diablillos que lograban salvarlo de sus días grises y largos. La muchacha, de no más de dieciocho años, le devolvía la mirada con la expresión alegre en su rostro congelado en el tiempo. Los ojos oscuros, la sonrisa radiante, el cabello corto y fino brillando por el Sol. ¿Por qué no había tenido el puto valor de eliminar esa maldita sonrisa de su locker? Diez años y él seguía encerrado en su propia locura, en la miseria de las recriminaciones silenciosas de su cama, del perfume extinto de su cabello en las calles que juntos recorrieron. Todo le recordaba su maldita presencia; se largó de la ciudad dos años, tratando de olvidarse de aquella mocosa.

La vida en Madrid no era mala. Anduvo en varios restaurantes de comida mediterránea, internacional, incluso asiática. Aprendió cientos de cosas, visitó otras ciudades, monumentos, ferias...Mujeres no faltaron en su camino; presencias efímeras entre sus sábanas, dejando una estela de sinsabores, dejando en él la amarga comparación: Buscaba en cuerpos ajenos las curvas de aquella mocosa que lo marcó, como fuego.

A Fuego LentoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora