Capítulo XII. Coincidencias

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Se miró por última vez frente al retrovisor antes de bajar del automóvil: el cabello, bien peinado y la apariencia impecable; el saco sin una arruga visible y la camisa de un blanco inmaculado; se acomodó la corbata por última vez. Suspiró, nervioso. También soltó una risita por lo bajo. ¿Cómo es que a su edad podía ponerse nervioso por una simple cita? Quizás el temor a equivocarse y a alejarla de nueva cuenta, si es que algúna vez estuvo cerca. Suspirando, bajó del auto color gris para caminar el pequeño sendero a su edificio, cercano a la clinica donde trabajaban.  Era bonito, viejo pero bien cuidado. Tocó el timbre y esperó.

El doctor Mario Prado estaba plenamente conciente de que las mujeres como Mariana no abundaban en este plano. Pensó en ella, en su cabello chocolate cayendo en ondas por su espalda, su tez moreno claro, los labios rojos y esos ojos profundos,que parecían albergar el universo dentro de sí. Mario pensó en su semblante meditabundo y e aquella sonrisa que solía dirigirle a todos los colegas pero que, sin embargo, no parecía llegar a sus dos luceros apagados.

En definitiva, ella no era de este mundo. No con ese andar seguro y aquella mente brillante, siempre dispuesta a debatir sus ideas, a aprender nuevas cosas. Pocas mujeres, le parecía, tenían ese interés. Era una señorita agradable, bonita e inteligente. Y él, pensaba, era aquella clase de hombre digno de ella: guapo, inteligente, exitoso.

"Como esas parejas de revista"-pensó. Después de aquella salida intempestiva por parte de ella aquél día, decidió esperar un par de semanas más para luego atreverse a insistir a salir de nueva cuenta. Después de haberla notado decaída, meditabunda, le pidió una cita ; para su sorpresa, ella había accedido casi de inmediato.

La puerta, de hierro forjado, se abrió con un pesado "clic", dando paso a Mariana. Mario sonrío mientras admiraba su fino talle cubierto por un vaporoso vestido rojo que ajustaba como un guante. El escote, discreto pero sugerente y la falda a la rodilla, le daban una apariencia casi angélica

-Hola, buenas noches, Mario.-Saludó ella con cortesía mientras cerraba la puerta y él caminaba hacia ella con los brazos abiertos. Tomó su talle con delicadeza mientras depositaba un casto beso en su mejilla.

-Mariana, me da gusto que por fin aceptaras venir a cenar conmigo de nuevo...espero que no te vayas de nuevo antes del postre.-Contestó él mientras la dirigía hacia el auto.-Tengo reservación para un restaurante, te va a encantar.

Mario abrió la puerta del copiloto y ayudó a una sonrojada Mariana a entrar. Rodeó después para subir él y se sentó al volante. Mientras encendía el auto, la miró de reojo. Lucía nerviosa, pero también trataba de controlarse, sujetando con fuerza el pequeño bolso de mano que traía consigo,mirando al frente y tratando de simular serenidad.

"¿Eso es una buena señal?" Se preguntó el hombre, mientras se ponían en marcha. No intentó mayor conversación, al verla tan nerviosa y al recordar que solía ser una mujer hermética. Los nervios parecían sumirlos en un sopor que no los incomodaba, pero tampoco los unía.

No tuvo que manejar demasiado. A los pocos minutos llegaron a un bonito local iluminado tenuamente. Como el buen caballero que quería ser, bajó primero para ayudar a su hermosa y silente compañera y dirigirse al recibidor para pedir su mesa.

-Te va a encantar, Mar, es un sitio muy agradable.-comentó él mientras eran dirigidos a su mesa. El sitio era pequeño, decorado en tenues rojos y chocolates. Las mesas tenían una buena separación, dotando de privacidad a los clientes. El sitio, pese a ser viernes por la noche, no se encontraba tampoco lleno. Un mesero los guió a su lugar.  Al sentarse, se armó de valor.-¿Tienes hambre?-inquirió.

La mujer sonrío tímidamente mientras miraba la carta, pensativa.

-Sí, tengo hambre, pero no sé qué comer. Nunca sé qué comer.-contestó Mariana, leyendo la carta-¿podrías ordenar por mí?-

A Fuego LentoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora