Capítulo XXVII. Amiga

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Enero, 2009

La vida resulta emocionante después de cuatro años de encierro estudiando cientos de posibilidades, miles de recetas y detalles que, al salir a la vida real, pondría en práctica. Se probaría a sí misma, y a su familia, que era capaz de valerse por sí misma, en aquella ciudad tan lejos de casa.

Los nervios, las expectativas, las mariposas revoloteando en el estómago hacían mella de su persona. Sin embargo, aquella mañana fría de Enero se levantó animada, ansiosa por lo que la vida deparaba para ella.  Luego de una ducha rápida, se vistió con unos jeans, una remera ajustada y  zapatos bajos; en la bolsa los cuchillos, un termómetro y su blanca filipina, impecable y bien planchada.  Se trenzó la rubia cabellera, esa que fuera su orgullo y se miró al espejo: una mujer de buen talante, la figura delgada, el rostro afilado, labios delgados y esos ojos, heredados de su abuela, azules como el cielo profundo.   Sonrió, le gustaba lo que veía.

Se desesperezó por último y miró alrededor: su pequeño departamento de una sola habitación en lo alto de un edificio modesto. La luz de la mañana iluminaba su rinconcito, impactando de lleno en la blanca colcha de su cama y bañando las paredes; el olor del café matutino inundando el sitio, el silencio cantándole con el viento filtrándose por la ventana de la cocineta. Pensó en su madre haciendo el desayuno en casa, a cientos de kilómetros, para ella y su hermano menor; el suave tintineo de los cubiertos en el desayunador y la animada plática de su padre antes de partir al trabajo.  Echaba de menos el sonido abrumador de su hogar, pero también amaba ese silencio tan suyo, tan en paz, porque hacía lo que deseaba y cumplía sus sueños. Ella era así, del tipo de mujer que ama cada segundo que pasa en la tierrra, soñadora.

En una zona céntrica, rodeada por oficinas y viejos edificios de principios de siglo, se encontraba en una esquina el restaurante en el que comenzaría su vida laboral. Era un edificio de aspecto viejo, que respetaba sus estructuras y la fachada de piedra y curvas finas con acero le dieron la bienvenida.  Entró detrás del gerente, quien le dió la bienvenida, y la dirigió a la gran cocina en la parte trasera del inmueble después de pasar por la zona de comensales y el jardín interior.

Era grande, con varias islas esperando a los cocineros que día a día daban todo de sí; al fondo, el área de lockers y un vestidor para los empleados. Por último, la oficina del chef. Adrián, el gerente, la llevó hasta ahí para tocar la puerta. Después de esperar un poco, dieron la indicación de pasar.

Fue entonces que lo vio por primera vez.

Inclinado en el escritorio,  cuadrando cuentas y revisando el menú de la semana, se encontraba él; con la concentración reflejada en la mirada de color verde. Su rostro, serio, no denotaba mayor emoción, pero emitía un aura pesada, triste.  La filipina negra, arremangada hasta el codo permitía  vislumbrar, levemente, el contorno de sus brazos bien trabajados.

-Buenos días, Rodrigo -saludó Adrián con cortesía. Rodrigo, el  chef, levantó la mirada mientras dejaba caer el bolígrafo sobre el escritorio y se enderezaba. Se levantó, observándola. Ella se sintió como una presa frente a aquel imponente hombre de estatura regia y ojos verdes, gatunos. -Quiero presentarte a Mariella. Es nuestra nueva cocinera.


Con un sobresalto, nerviosa, Mariella extendió la mano para presentarse, pensando en que quizá se vería sumamente torpe frente a él y lamentándolo completamente.  Su tacto era, a diferencia de lo que su expresión dura reflejaba, suave.

-Es un placer conocerlo, Chef. Me gusta mucho su trabajo, estoy ansiosa por comenzar.

Rodrigo asintió, serio y silencioso mientras tomaba el pequeño menú del escritorio y se lo paaba a Adrián, quien parecía acostumbrado al semblante tosco de Rodrigo.

A Fuego LentoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora