Capitulo 3

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—Cara. Otra vez —dijo Harlan, y cerró el puño en torno a la moneda plateada.

Harlan era un chico alto, de piel oscura y pelo negro, que acababa de cumplir diecisiete años. O, al menos, eso creía. En la cárcel no había ni calendarios ni relojes, nada que los ayudara a calcular la interminable caída libre de días y noches. Como si desearan aumentar la desorientación, hasta las rutinas variaban de un preso a otro, de modo que a unos los enviaban a trabajar mientras otros dormían.

—¿De qué hablas ahora, Harlan? — preguntó el chico de la celda de al lado, asomado entre los barrotes.

—De la moneda. Ha caído veintitrés veces seguidas de cara. No está trucada. No hay ninguna razón para que...

—Tampoco la hay para que no lo haga. ¿Es que no estudiaste la ley de probabilidad en el instituto? Si lanzas una moneda muchas veces, al final empiezas a ver patrones.

Harlan abrió la mano y examinó la moneda. Le dio vueltas en la palma de la mano hasta que reflejó la tenue luz de la celda.

—Tú crees que no significa nada.

—Si te pasas todo el día lanzando una moneda y fijándote en cómo aterriza, significa que llevas aquí demasiado tiempo. Y solo hay una forma de salir: confesar.

—Ya he confesado —respondió

Harlan sin levantar la vista—. Todos los días. Una y otra vez...

—Lo dices, pero no te lo crees.

—Tú has confesado —dijo Harlan —. Entonces, ¿por qué sigues aquí? ¿Por qué no se ha ido nadie?

Tras pensárselo unos segundos, el chico se encogió de hombros.

—Tienen sus razones. A lo mejor todavía tenemos que aprender más cosas.

Dicho lo cual, se alejó sigilosamente de los barrotes y se tumbó con aire cansado en su colchón.

Harlan hizo rodar la moneda entre los nudillos, como si fuera una ficha de casino, y echó un vistazo a la pared del otro lado de la celda. Aunque suponía que no sería nada más que un apoyo arquitectónico, al observarla de cerca había descubierto que estaba hueca y tenía el ancho suficiente para que cupiera una persona. Lo que desconocía por completo era adónde conducía, si es que conducía a alguna parte.

Esperó a que su vecino se durmiera y ató una sábana a los barrotes que separaban las dos celdas, como solían hacer cuando iban a vestirse.

Calculaba que tenía un margen de media hora hasta que los carceleros volvieran de supervisar el trabajo en el patio. Tras asegurarse de que nadie lo miraba, Harlan se metió debajo de la cama y se arrastró por el suelo hasta quedar a la altura del ladrillo. Después empezó a raspar el cemento con la moneda, procurando no hacer ruido.

—Bien, no perdamos tiempo, Farrell — dijo la profesora al abrir la carpeta de tapas de cuero que llevaba con ella mientras empujaba la puerta de la sala de interrogatorios. Dejó entrar a Ryan, seguido por un par de guardias—. Los dos sabemos por qué estás aquí...

—Pues la verdad es que no —la interrumpió Ryan—. No lo sé. Y, al parecer, no soy el único. ¿Es una broma?

—No.

—¿Una conspiración, entonces?

Tiene que ser eso. ¿Quién tiene el dinero y el poder suficientes para montar algo como esto?

—¿Conspiración? Espero que no insinúes que vamos por ahí deteniendo gente sin razón alguna —dijo la profesora, aceptando la taza de café que le ofrecía el guardia más cercano.

Sin Lugar - Jon RobinsonDonde viven las historias. Descúbrelo ahora