Tras decidir saltarse el descanso en el patio, Julian se metió bajo la cama para recuperar el ibis que había escondido. Se arrastró boca abajo hacia la pared y se detuvo de repente.
Había sucedido hacía seis meses, en casa. No llevaba mucho rato dormido cuando algo lo despertó.
Oyó un ruido en el jardín, un estrépito. Apartó las cortinas para investigar y descubrió a tres hombres junto a la puerta principal.
Con la cara apretada contra el frío cristal, Julian se quedó mirando y vio a uno de los hombres sacar un trozo de alambre del bolsillo. El hombre volvió la vista atrás para asegurarse de que no había testigos e introdujo el alambre en la cerradura.
Julian cogió su teléfono de la mesita de noche, marcó el número de emergencias y se agachó junto a la ventana, a la espera de que le cogieran la llamada.
No había señal. Algo iba mal.
Corrió al rellano justo cuando la puerta principal se abría con un chasquido. Sin saber bien hacia dónde ir, Julian corrió de vuelta a su dormitorio y se metió debajo de la cama.
Los hombres estaban abajo. Julian oía las pisadas de sus zapatos sobre el linóleo, además de sus susurros roncos.
«Es la tía Alexandra —pensó Julian —. Es culpa suya. Debe de haberse metido en algo gordo. Tiene que ser eso...».
A Julian lo había criado su tía desde la muerte de sus padres en un accidente de tráfico, hacía una década. No habría sido la primera vez que la mujer se metía en líos por dinero. Y seguramente no sería la última.
—¿Julian? —lo llamó uno de los hombres.
Julian sintió un escalofrío en la espalda: ¿por qué lo llamaban por su nombre?
Se quedó escuchando las pisadas que subían por las escaleras, entre crujidos de madera, hacia la planta de arriba. Julian se apretó contra el suelo. Su respiración errática y entrecortada calentaba la moqueta de nailon.
Las pisadas no tardaron en llegar al rellano. Incapaz de cerrar los ojos, Julian vio que la puerta de su dormitorio se abría lentamente. Dos pares de botas bloqueaban la luz del rellano.
«Por favor, que no me vean — suplicó en silencio—. Que se vayan, que se vayan...».
Sin embargo, antes de que Julian pudiera perder otro segundo con sus súplicas, uno de los hombres se puso de rodillas, volvió la cabeza hacia él y susurró:
—Bu.
Julian se estremeció al recordarlo. Sacó el ladrillo suelto de la pared y metió la mano para coger el ibis. De repente, palideció.
El ibis no estaba.
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Sin Lugar - Jon Robinson
Science FictionEn SIN LUGAR, liberarse es el fin y el principio de una aventura sin tregua. En medio de un bosque denso, se esconde SIN LUGAR, una prisión apartada donde han encerrado a cien adolescentes de todo el país. Todos ellos son criminales, aunque ninguno...