Capitulo 8

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—¡Ya sabéis lo que significa eso! — gritó Adler para hacerse oír por encima del ruido del timbre de última hora de la tarde—. Educación.

Cien presos adolescentes se pusieron de pie a la vez mientras se abrían las puertas de las celdas. Había tres lecciones de «desarrollo personal» cada semana: lecciones que normalmente consistían en obligarlos a ver unas extrañas películas antiguas en un proyector que parecía pertenecer a décadas pasadas.

—No pongáis esa cara —siguió diciendo Adler—. Puede que aprendáis algo.

Alyn se apartó el flequillo de los ojos y salió de la celda para unirse a regañadientes a la multitud que avanzaba arrastrando los pies. No sabía el porqué, pero aquellas lecciones le daban dolor de cabeza, y si el lenguaje corporal de los demás servía de indicativo, no era el único.

La cola de presos de las celdas superiores continuaba por la pasarela y descendía por las escaleras hasta unirse a la cola de la planta baja. Bajo la estricta supervisión de los carceleros, desfilaron por el pasillo, dejando atrás la cafetería, hasta llegar al aula. Dentro de aquella habitación húmeda y sin pintar había diez filas de escritorios de madera individuales.

Cuando entró el último preso, uno de los guardias más jóvenes se acercó a las puertas, examinó rápidamente a los presos sentados y se unió a sus colegas, que estaban agrupados en la parte delantera de la habitación.

Alyn miró a su alrededor y vio a Jes sentada en la fila siguiente. Como si se hubiera dado cuenta de que la miraba, la chica levantó la vista. «Hola», la saludó en silencio, formando la palabra con los labios, pero ella ya había apartado la mirada.

La puerta se abrió, y por ella entró la profesora, que se colocó entre los guardias. Su presencia cortó las conversaciones de raíz.

—Hablad —dijo.

—Somos prisioneros porque somos culpables —repitieron los presos al unísono—. Somos culpables porque somos imperfectos. Somos imperfectos porque somos humanos. Aceptamos nuestra culpa...

—Alguien no está cooperando — dijo uno de los guardias, inclinándose sobre la profesora.

—¿Ah, sí?

Apuntó a una chica rubia, a unas cuantas filas de distancia.

—Ella. Movía los labios, pero no decía nada...

Cien pares de ojos inmovilizaron a la chica.

—¿No tienes nada que decir?

—No... No voy a decir nada.

Porque no soy culpable. No he hecho nada.

La profesora la examinó atentamente unos segundos. Después se volvió hacia el resto del aula.

—Supongo que lo habéis oído todos.

Esta joven señorita asegura ser inocente.

¿La creéis?

—No —respondieron los demás.

—No los has engañado —dijo la profesora, sonriendo—. ¿Qué te hace pensar que puedes engañarme a mí?

—Ha... Ha pasado una semana — tartamudeó la chica—. Y no soy culpable. No pueden hacerme cambiar de idea.

—En realidad, querida, es muy fácil hacer que alguien cambie de idea. Tan fácil que me resulta decepcionante.

Se acercó al escritorio de la chica y le metió los pálidos dedos en el pelo.

—Verás, es bastante simple.

Buscamos placer... y huimos del dolor. Si asociamos algo con el dolor, la mente se refugia en algo un poco más... conveniente.

Entonces, se enrolló en el dedo un mechón de pelo rubio de la chica.

—Eres culpable —le dijo.

—Soy inocente.

La profesora le tiró con fuerza del pelo. La chica gritó de dolor y se llevó las manos a la cabeza.

La mujer le enseñó lo que tenía en la mano: varios cabellos enredados en los dedos.

—Qué pelo tan bonito. Sería una pena perderlo —dijo la profesora, y soltó los cabellos, que bajaron flotando suavemente hasta posarse en el suelo—. Eres culpable —repitió.

—No —dijo la chica, sacudiendo la cabeza—. No soy culpable, soy inocente...

La profesora le tiró otra vez del pelo, arrancándole otro mechón. La chica se estremeció y se le llenaron los ojos de lágrimas.

—Eres culpable. Culpable, como los demás.

—Soy culpable —respondió la chica entre amargos sollozos—. Por favor, pare. Pare... Soy culpable.

La profesora acarició las puntas del cabello de la chica.

—Eso es, niña. Aunque ahora te limites a repetirlo, pronto te lo creerás.

Entonces le dio una palmadita en el hombro y sonrió con un orgullo casi maternal. El eco de los sollozos de la chica se oía por toda la habitación que permanecía en silencio.

Alyn se volvió y vio que Jes lo miraba. Jes bajó la vista justo cuando las luces se apagaban y la bombilla del proyector cobraba vida.

—Vais a aprender algo de economía —dijo la profesora—. Creemos que algunos consejos financieros os serán de utilidad cuando os liberemos. ¿Sois conscientes de la deuda que ha contraído el país?

Su pregunta recibió por respuesta el silencio de todo el grupo de rostros de miradas vacías.

—Hoy estáis muy callados. Y yo que creía que estabais deseando venir a mis clases.

Se le escapó un suspiro, pasó junto al proyector y su silueta se convirtió en

una enorme sombra amenazadora durante unos segundos.

La película iba acompañada de un crepitar constante, y empezó a saltar y a combarse en cuanto empezó. Alyn calculaba que tendría varias décadas, como mínimo. «Supongo que se gastaron todo el presupuesto en las armas — pensó, cruzando los brazos—. Como siempre, ¿no?».

Una sucesión de coloridos diagramas inofensivos apareció en pantalla. Ninguno de los presos, salvo un chico con gafas de la primera fila, se fijó en el logotipo corporativo que apareció y desapareció tras una fracción de segundo. Sin embargo, el chico no tardó mucho en achacarlo a un efecto de la luz.

Sin Lugar - Jon RobinsonDonde viven las historias. Descúbrelo ahora