Capitulo 6

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Ryan llevaba varios minutos despierto. Parpadeó despacio y se quedó mirando la franja de luz que entraba bajo la puerta. Del exterior le llegaban sonidos de voces ahogadas y arrastrar de pies.

«Si me duermo otra vez, a lo mejor me despierto y descubro que todo ha sido un sueño», pensó, y cerró los ojos de nuevo.

—¿Ryan? ¿Ryan? ¿Has escuchado algo de lo que te he dicho?

Ryan había estado mirando por la ventanilla, observando las casas de la zona, apretujadas las unas contra las otras. En uno de los jardines había una colorida pila de juguetes en desuso: sillas de plástico y un triciclo roto. En otro había una lavadora sin puerta cubierta de óxido.

Ryan miró a su amigo Carl, que estaba sentado con los pies sobre el salpicadero del coche de su padre.

—Te lo largo todo, y tú estás demasiado ocupado soñando despierto. No voy a volverte a contarte nada más, que lo sepas.

—Dame las llaves —dijo Ryan sin hacer caso de su amigo.

Carl le lanzó las llaves, y Ryan las cogió al vuelo.

—Prométeme que tendrás cuidado. Si le hacemos un solo arañazo, mi padre me mata...

Carl hizo una pausa y quitó los pies del salpicadero, dejando escapar un suspiro meditabundo.

—¿Crees que saldremos de aquí alguna vez? —le preguntó a Ryan.

—¿Qué?

—De aquí, de esta calle, de esta ciudad, de Sheffield. ¿O crees que acabaremos como nuestros padres...? —empezó a decir, hasta que notó el respingo que daba su amigo—. Perdona, tío, no me refería a tu viejo, solo...

—Lo sé, no pasa nada —respondió Ryan mientras tamborileaba con los dedos en el volante—. Yo tampoco pienso pasar el resto de mis días en medio de ninguna parte. Quiero hacer algo con mi vida.

Los dos siguieron sentados en silencio unos momentos, hasta que Carl vio por el espejo retrovisor una figura que se acercaba tranquilamente a ellos tras doblar la esquina.

—Mierda, ¡la policía!

—No te muevas —le dijo Ryan, que alargó un brazo para calmar a su amigo —. No llames su atención.

Pero ya era demasiado tarde, Carl había salido rápidamente del coche. Ryan abrió la puerta de un empujón, cayó de lado y se puso en cuclillas.

Carl rodeó medio a gatas la parte frontal del coche y se sentó con la espalda apoyada en el parachoques.

Ryan estaba a punto de imitarlo cuando tropezó con una botella vacía. La botella rodó por la acera, tintineando.

El ruido llamó la atención del policía.

—¡Eh! —chilló al ver a Ryan escabulléndose.

Ryan se levantó de un salto y corrió por la acera. El viento le zumbaba en las orejas y los pulmones le estaban matando. Oía las pisadas del policía detrás de él.

—¡Carl! —gritó, volviendo la vista atrás—. ¡Carl, ayúda...!

Al doblar la esquina para entrar en un callejón, se dio contra una pared. Chilló y se agarró el hombro, dobló la siguiente esquina y se encontró en un callejón sin salida.

—¡Te tengo! —exclamó el agente entre jadeos al acercarse—. Te apetecía dar una vuelta en coche, ¿no?

—No iba a ninguna parte — respondió Ryan, resollando—. Lo juro.

—Eso se lo cuentas al juez. Pasearse por ahí en un coche robado es un delito muy grave —dijo el hombre mientras se sacaba la radio del cinturón—. Enviad refuerzos, me da la sensación de que este no se va a dejar coger fácil...

Se oyó una especie de zumbido detrás del policía, que murmuró algo y cayó al suelo.

Ryan retrocedió hacia la pared y se quedó mirando a su perseguidor, que yacía en el suelo, antes de centrarse en el hombre que había surgido de las sombras.

El desconocido pasó por encima del agente de policía inconsciente.

—Ryan Farrell, te estábamos buscando.

Ryan dejó escapar el aire y miró el cañón del cilindro metálico que el hombre llevaba en la mano.

—¿Quién es usted? ¿Qué le ha hecho?

Ryan estaba a punto de dormirse cuando se abrió la puerta. Hizo una mueca y se protegió los ojos con una mano.

Sintió la tentación de abalanzarse sobre su captor, pero, de algún modo, logró contenerse. «Así no conseguiría nada —pensó—. Es su juego, son sus reglas».

—Podría haber avisado —masculló mientras se sentaba con la espalda apoyada en la fría pared.

La profesora entró en la celda.

—Lo que hiciste ayer fue una estupidez enorme, Ryan —dijo, agachándose para ponerse a la altura del prisionero—. Los carceleros no están contentos, ni tampoco la gente ante la que respondo. Quieren que sigas en la celda de aislamiento unos cuantos días más, como mínimo.

—Unos cuantos días más... ¿aquí? —preguntó Ryan, intentando disimular el pánico.

—Ajá. Puede que más.

La profesora miró a su alrededor y asintió para sí misma con un gesto casi imperceptible, como un arquitecto decorando un cuarto en su imaginación.

—Esto es muy pequeño, ¿verdad? Pequeño y oscuro. Y ni siquiera tienes almohada. Es curioso la de cosas que damos por sentadas, ¿no? Como las almohadas. Como la luz. ¿Qué te parece la oscuridad?

A Ryan se le aceleró el pulso.

—Si dejas a alguien a oscuras durante el tiempo suficiente, empieza a ver cosas —siguió diciendo ella—. Una mente necesita actividad, si no, empieza a crear su propio entretenimiento. Tú tienes una mente que necesita mantenerse muy activa, ¿verdad, Ryan?

—¿Quién es usted? —preguntó el chico entre dientes.

Ella esbozó una sonrisa ausente y siguió hablando.

—Solo tengo que chasquear los dedos para que te lleven de vuelta a tu celda, con los demás. Es mejor que nada, ¿no crees? Sin duda, es mejor que esto —aseguró, e hizo una pausa para examinar de nuevo brevemente la habitación—. Pero primero tengo que saber que te arrepientes: que lamentas lo que has hecho y que no volverás a hacerlo. Si lo dices, regresarás a tu celda.

La idea de pasar un minuto más en aislamiento aterrorizaba a Ryan.

—Solo tienes que decir que lo sientes, Ryan —dijo la profesora—. Y todo se te perdonará.

Ryan guardó silencio. Respiraba de forma entrecortada.

«Hazlo —le ordenaba una voz en su cabeza—. Dales lo que quieren. Diles que eres culpable. Juega según sus reglas».

Ryan recordó lo que le había contado Alyn: que intentarían destruirlo.

Todo empezaría con una confesión, a la que seguiría la duda y, al final, Ryan no sabría ni quién era ni qué había hecho, de modo que no tardaría en convertirse en otro eslabón roto de una extraña cadena.

—Has tenido tu oportunidad —dijo la profesora dejando escapar un suspiro de decepción—. Adiós, Ryan.

Se volvió para marcharse, pero antes de llegar a la puerta, Ryan se disculpó:

—Lo siento, siento lo que hice.

La mujer se detuvo y se volvió lentamente sobre los talones.

Ryan sabía que tenía que salir de allí para conservar la cordura. Notaba que los límites de su mundo empezaban a deshilacharse.

—Estaba enfadado —reconoció mientras intentaba tragarse el nudo que se le había formado en la garganta—. No quería hacerlo, no pensaba con claridad.

—Creo que por fin estamos llegando a alguna parte —comentó la profesora esbozando una sonrisa fría.

—¡Eh! ¿Adónde va? —chilló Ryan al ver que se alejaba—. Me dijo que...

La puerta se cerró detrás de ella, y los gritos de Ryan no tardaron en convertirse en gemidos que se desvanecieron en el silenci

Sin Lugar - Jon RobinsonDonde viven las historias. Descúbrelo ahora