El asesinato

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El apresurado sonido de sus pasos sobre la acera armonizaba con el frenético latido de su corazón. Su padre le sujetaba la mano con tanta fuerza que casi le hacía daño. Sus piernas de niña de  11 años se afanaban para seguirle el ritmo. Más que caminar, corría, y tropezaba de vez en cuando. Nunca había visto a su padre con la mandíbula tan apretada, y sus ojos, que solían mirarla brillantes y despreocupados, estaban tan oscuros y tormentosos como el cielo que se cernía sobre sus cabezas. Le vinieron unas ganas absurdas de echarse a llorar.

Un sonido a su espalda hizo que se volviera a mirar. De una callejuela salieron furtivamente cinco hombres encapuchados. A pesar de que iban con la cabeza agachada, no tenían dificultad en seguir el paso de su padre. Los estaban acechando como animales salvajes.

Tal vez su padre pronunciase algunas palabras para tranquilizarla, para calmar el miedo que le erizaba el vello, pero no las oyó porque algo duro y muy rápido lo alcanzó en la espalda, haciendo que cayera de bruces en la acera, arrastrándola en su caída. Desorientada, con las rodillas ardiendo por el roce del hormigón, alzó la cara y vio que un bate de béisbol golpeaba dos veces la espalda de su padre, haciendo un nauseabundo ruido seco.

No vio de dónde vino la mano que la abofeteó con fuerza. Mientras caía dando vueltas a la calzada, vio las estrellas y oyó los gritos furiosos de su padre. Éste se puso en pie, tambaleándose, y se lanzó contra uno de los atacantes. Sofía vio horrorizada cómo éstos se vengaban dándole puñetazos, patadas y golpes con el bate.

Por encima de la cacofonía de gritos exigiendo que les diera la cartera y de la barricada de cuerpos que lo rodeaban, le llegaron los gritos de su padre pidiéndole que se fuera de allí corriendo. Le rogó y le suplicó que se marchara, pero ella estaba paralizada y no podía moverse. ¿Cómo podía pedirle algo así? ¡Tenía que ayudarlo, tenía que salvarlo! Las lágrimas se deslizaban por sus mejillas. Un grito brutal le desgarró la garganta.

Su padre soltó un gruñido agónico cuando otro puñetazo lo alcanzó en la sien. Sofía  trató de acercarse mientras él caía de rodillas al suelo, pero alguien la agarró del brazo y la arrastró en dirección contraria. Soltó un gemido aliviado, creyendo que era un policía o un agente de seguridad de su padre, pero era alguien no mucho más alto ni mayor que ella, vestido con una sudadera con capucha, negra y sucia.

Gritó con fuerza cuando él trató de apartarla de donde estaban dándole la paliza a su padre. Lo golpeó con los puños y le gritó que la soltara, pero él la hizo callar siseando con fuerza bajo la capucha. ¿Acaso aquel chico no se daba cuenta de que su padre la necesitaba, de que probablemente moriría si no lo ayudaba? Él siguió tirando de ella hasta llegar a la puerta de un edificio abandonado, a unas dos calles de donde un terrible sonido de disparos resonó en la noche.

So  llamó a su padre a gritos, se soltó bruscamente y echó a correr en dirección a los asaltantes. Sin embargo, no avanzó demasiado, porque unas manos fuertes la empujaron, haciéndola caer al suelo, y la mantuvieron clavada a la acera. Ella siguió gritando bajo el cuerpo de su rescatador, resistiéndose con todas sus fuerzas, pero pronto el agotamiento hizo que los músculos le pesaran de manera insoportable y sus gritos se convirtieron en sollozos entrecortados que rebotaban contra el frío suelo que tenía bajo la frente.

El peso que la mantenía clavada al suelo desapareció y unas manos la levantaron y volvieron a meterla en el portal congelado. La niña se dejó caer contra él y gimió de dolor. Necesitaba volver con su padre. Tenía que asegurarse de que estaba bien. Pero cuando el chico le rodeó los hombros con un brazo y le puso una mano helada en la mejilla, acabó de derribar sus defensas y ella se apretó un poco más contra su rescatador desconocido.

No sabía cuánto tiempo estuvo así; tal vez horas. Probablemente se durmió, porque lo siguiente que recordaba era que un hombre con barba la llevaba en brazos hacia una ambulancia. Abrió los ojos hinchados por las lágrimas y vio a un grupo de policías y paramédicos rodeados por un mar de luces intermitentes rojas y azules.

Las expresiones de sus caras, que la atormentarían durante el resto de su vida, le dijeron que su padre no la arroparía cuando se acostara esa noche.

Ni ninguna otra noche.

Debt of love--Marco ReusDonde viven las historias. Descúbrelo ahora