De vuelta en casa

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Marco nunca había sido un tipo casero.

Desde los nueve años había ido dando tumbos de un sitio a otro, cada uno peor que el anterior. A un internado le seguía otro igual de pretencioso. Y las pocas veces que estaba en casa, siempre acababa peleándose a puñetazos con su padre, lo que lo llevaba a instalarse en el sofá o en el suelo de alguno de sus amigos. Cada vez que pasaba demasiado tiempo seguido en un sitio, se ponía nervioso.

Y así era siempre su vida: inestable.

Por eso se sorprendió al notar una abrumadora sensación de alivio cuando metió la llave en la cerradura de su loft. Tras abrir la puerta, permaneció unos instantes quieto, empapándose de los olores del lugar.

Mario le dio un empujón.

—¿Piensas entrar o no?

—Sí. —Marco dio un paso adelante y, después de que Mario entrara también con la caja, cerró la puerta.

Lanzó las llaves sobre una mesita y echó un vistazo a su alrededor. El loft tenía techos altos, suelos de madera y muebles en tonos marrones y crema. Su colección de guitarras vintage seguía colgada de la pared, igual que las fotografías en blanco y negro hechas por un artista local cuya obra Marco llevaba años coleccionando.

Había piezas decorativas de motos distribuidas por todo el piso, brillando al sol que entraba por las ventanas de más de tres metros de alto.

Mario se había encargado de que alguien fuera a limpiarle el piso una vez a la semana mientras él estaba en la cárcel, así que estaba impecable.

—No te quejarás, ¿no? —le preguntó Gotze—.Todo está en su sitio.

Marco sonrió.

—Está perfecto, gracias.

—No hay de qué, bro. —Mario se acercó a la nevera de acero inoxidable de dos puertas y la abrió, dejando a la vista una gran cantidad de alcohol—. Sorpresa —dijo, riéndose—. Es todo para ti, amigo mío.

Abrió dos botellines de cerveza y le dio uno a Marco, que lo miraba divertido.

—Por tu libertad —brindó Mario solemnemente, mientras hacían chocar los botellines antes de beber un trago.

Reus dio las gracias por que el alcohol no estuviera entre las cosas prohibidas en período de libertad condicional, ni siquiera a las diez de la mañana.

La probo lentamente y sonrió.

—Lo necesitaba.

Mario le dio otra.

—Y bien, Marco, hombre libre como ninguno, ¿qué planes tienes para el resto del día?

Él siguió bebiendo la cerveza, pensativo.

—Bueno, para empezar, necesito una ducha. Y dormir de un tirón en mi propia cama.

Mario puso los ojos en blanco.

—Joder, Reus, ¿eso es lo único que se te ocurre?

—No, también quiero ver a mi nena.

Mario sonrió.

—¿Está bien? —preguntó Marco—. ¿Has cuidado de ella?

—Está preciosa y, sí, la he tratado como si fuera mía.

—Llévame a verla.

Marco siguió a su amigo, que salió del loft y bajó la escalera a toda velocidad hacia el estacionamiento subterráneo privado del edificio. Encendió la luz y Marco ahogó una exclamación al ver a la niña de sus ojos con un aspecto tan espectacular que se quedó sin aliento.

—Hola, preciosa —susurró.

Alargó la mano y con la punta de los dedos acarició el inmaculado asiento de cuero de la Harley-Davidson Sportster de color negro. Kala. Al agarrarla por el manillar, tragó saliva con dificultad. Había pasado demasiado tiempo. Mario silbó y, cuando Reus se volvió hacia él, le lanzó las llaves de la Harley. Marco las cogió al vuelo y las pegó contra su pecho.

—Está increíble, bro, gracias.

—Le he cambiado el aceite y la he abrillantado. Personalmente, por supuesto. No permití que esos tipos del taller le pusieran encima sus zarpas grasientas, por mucho que lloriquearan.

Marco se agachó y rozó el motor bicilíndrico en forma de uve con reverencia. Hasta ese instante no se había dado cuenta de lo mucho que la había echado de menos.

Una seductora imagen de Melocotones montada en la moto, agarrándose a él con fuerza con las rodillas, mientras iban a la costa a toda velocidad, se abrió paso en su mente.

Se recolocó los pantalones con discreción y se incorporó, acariciando el exquisito metal del costado de Kala.

—Luego me ocuparé de ti, bonita —le dijo a la moto, antes de volver junto a Mario y subir de nuevo al apartamento.

—Bueno, me voy, que hay unas personas a las que tengo que... tirarme —bromeó Mario, apoyado en la puerta de la entrada.

Marco frunció el cejo. Su amigo había envejecido considerablemente durante los últimos meses y le habían salido arrugas nuevas en la cara.

—No te metas mierdas, ¿me oyes?

Mario hizo un sonido burlón.

—Todo va bien, bro —replicó, pero el brillo de sus ojos vidriosos no decía lo mismo. Se pasó una mano por el pelo, despeinado, y sonrió despreocupado

—Todo está en orden. No hay que ponerse nervioso, ¿vale? He aprendido que no puedo controlar nada —añadió y sorbió por la nariz.

—Mario...

Éste le apoyó una mano en el hombro.

—Volveré luego con comida y mujeres. Hacia las siete, ¿vale?

Marco suspiró y se mordió la lengua.

—Suena bien.

Se dieron la mano y se miraron unos segundos, comprendiéndose sin necesidad de decir nada.

—Me alegro de verte por casa—murmuró Mario.

—Yo también me alegro de estar aquí.

Gotze le apretó un poco más la mano.

—Lo que hiciste por mí y... que te encerraran cuando tú ni siquiera... Nunca te lo podré agradecer lo suficiente...

—Eh —lo interrumpió Marco—. Estamos en paz, bro. Te debía una.

Mario soltó el aire en un suspiro con el que intentaba librarse de la angustia y el dolor.

—Sí. Nos vemos luego.

Cuando se marchó, erró la puerta y se apoyó en ella con un hondo suspiro. Miró a su alrededor, preguntándose qué demonios iba a hacer durante todo el día. En Kill tenía una rutina, una agenda de actividades, gente que le decía cuándo y dónde tenía que estar. Pero ahora estaba libre. Podía hacer lo que quisiera, cuando quisiera. Dentro de lo razonable. Era una sensación extraña.

Con un nuevo suspiro de abatimiento, miró el reloj de pared y su mente voló inmediatamente hacia Melocotones. En esos momentos estaría en clase con Robert y compañía.

Unos celos inauditos le cerraron el estómago.

—Contrólate, idiota —murmuró. Cogió la cerveza que había dejado sobre la mesa y se dirigió al dormitorio.

Ya tendría a Melocotones para él solo el martes siguiente, se dijo sonriendo mientras se desnudaba y se metía en la ducha. Necesitaba borrar de su cuerpo y de su mente todos los rastros de Kill.

Debt of love--Marco ReusDonde viven las historias. Descúbrelo ahora