Pesadillas

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Incluso cuando dormía, el mundo que rodeaba a Sofia Krull era tan sombrío y opresivo que impregnaba sus sueños, llenándolos de miedo

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Incluso cuando dormía, el mundo que rodeaba a Sofia Krull era tan sombrío y opresivo que impregnaba sus sueños, llenándolos de miedo. Con sus manos menudas retorcía las sábanas con desesperación. Apretaba la mandíbula y cerraba los ojos con fuerza, mientras echaba la cabeza hacia atrás, hundiéndola entre las almohadas. Tenía la espalda muy tensa y los pies se le movían, ya que soñaba que estaba corriendo, aterrorizada, por un oscuro callejón.

Un sollozo salió de su boca, atrapada como estaba en un pase de diapositivas infinito de la noche que había cambiado su vida, hacía ya casi catorce años.

—Por favor —gimió en la oscuridad.

Pero nadie acudió a salvarla de los cinco hombres sin rostro que la perseguían. De un salto, se sentó en la cama, gritando, sudada y sin aliento. Miró alrededor en la oscuridad y, al darse cuenta de que se encontraba en su habitación, cerró los ojos y se cubrió la cara con las manos. Respiró por la garganta dolorida y se secó las lágrimas, tratando de calmarse inspirando hondo y soltando el aire con lentitud.

Llevaba dos semanas despertándose de la misma manera y el dolor que sentía cada vez que abría los ojos le resultaba muy familiar. Negó con la cabeza, exhausta.

El médico le había dicho que no dejara las pastillas para dormir de golpe; que fuera bajando la dosis gradualmente. Sofia no le había hecho caso, decidida a dormir una noche entera sin ayuda de medicamentos. Pero al parecer su decisión no había servido de nada. Dio un puñetazo a la cama, frustrada, y luego encendió la lámpara de la mesita de noche. Ni siquiera la luz sirvió para conjurar el miedo y la impotencia que las pesadillas le provocaban.

Con un suspiro de rendición, se levantó y se dirigió al baño. Al encender la luz, entornó los ojos, deslumbrada. Se miró al espejo con el cejo fruncido. Parecía que tuviera más de veinticinco años. Se la veía demacrada, con los ojos verdes apagados y sin vida. Se resiguió con un dedo la línea de las ojeras y luego se pasó la mano por el pelo. En vez de su voluminosa mata de pelo rojizo, el cabello le caía seco y sin volumen sobre los hombros.

Su madre le había dicho que había perdido peso, pero ella no le había hecho caso. Su madre siempre tenía algo que decir.

So no estaba en absoluto esquelética —siempre había sido una mujer delgada—, pero últimamente los vaqueros habían empezado a bailarle.

Abrió el armario del baño y sacó el bote de pastillas para dormir. Deseaba que llegara el día en que no las necesitara. Tampoco es que durmiera como un tronco cuando las tomaba, pero al menos el dolor que nunca la abandonaba se amortiguaba un poco. Se tomó dos cápsulas azules y volvió a la cama caminando sin hacer ruido sobre el suelo de madera.

Sofia había descubierto hacía ya muchos años que no existía un sueño lo bastante profundo como para permitirle escapar de sus pesadillas. Éstas estaban muy arraigadas; formaban parte de su esencia y nunca se libraría de ellas. Sabía que no existía ninguna pastilla ni ninguna terapia que pudiera borrar la oscuridad y el dolor que la atenazaban. Y ese dolor la había convertido en una mujer temperamental y muy decidida. Ocultarse detrás de una lengua afilada para disimular el miedo y la desesperación había resultado ser una manera muy eficaz de mantener alejada a la gente.

Volvió a apoyar la cabeza en las almohadas de plumas. ¿Mejorarían las cosas alguna vez?

No lo sabía. Trató de centrarse en que pronto llegaría un nuevo amanecer y eso supondría un nuevo día; cada vez un poco más alejado del pasado.


 Trató de centrarse en que pronto llegaría un nuevo amanecer y eso supondría un nuevo día; cada vez un poco más alejado del pasado

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A la mañana siguiente, Sofia entró en el coche que tenía aparcado en la puerta de su edificio. Las pesadillas siempre la dejaban confusa y tensa y hacían que se replanteara por qué demonios había buscado trabajo como profesora en una cárcel.

Desde que habían empezado las clases, hacía poco más de un mes, no sólo le habían vuelto las pesadillas, sino que se había abierto una gran brecha entre su madre y ella. Su relación siempre había tenido altibajos, pero cuando Sofia la llamó para decirle que empezaba a trabajar en River Kill, la discusión que siguió fue la peor de su vida. Eva Krull era una mujer compleja y testaruda y nunca sería capaz de entender por qué su hija necesitaba ese trabajo.

So comprendía la preocupación de su madre y de algunas de sus amigas. Aunque en la institución no había asesinos, los delitos que algunos de los reclusos habían cometido eran bastante alarmantes: vandalismo, robo de vehículos, consumo y posesión de drogas, fraude entre otras travesurillas... Pero no tenía dudas: eso era lo que quería hacer, ya que, en el fondo de su alma la martirizaba la promesa que le había hecho a su padre.

Seguía ahí desde su muerte. Sofia la había tenido presente el día que acabó el instituto y el día que se graduó en Literatura inglesa en la universidad. Desde niña, siempre había querido enseñar y disfrutaba muchísimo haciéndolo.

Había tenido la suerte de poder viajar a Londres y a China, donde había dado clases en escuelas privadas y donde había acabado de enamorarse de su trabajo. Sin embargo, en el fondo sabía que dando clases en escuelas que cobraban cincuenta mil dólares al año a los alumnos no estaba cumpliendo la promesa que le había hecho a su padre.

No era a los niños dotados y aplicados a los que se suponía que tenía que ayudar.

—Tenemos que devolver lo que nos han dado, Sofia—le había dicho su padre la noche que murió.

Pensó en buscar trabajo en un colegio de algún barrio marginal, pero eso tampoco aliviaba su conciencia.

Lo único que podría hacerlo sería enseñar en una cárcel.

Tenía que aproximarse más a sus miedos, estar más cerca de los hombres a los que no les importaba infringir la ley, que volvían del revés la vida de los demás sin pensar en las consecuencias. Tenía que estar lo bastante cerca para entender qué podía llevar a una persona a comportarse así. Odiaba tener miedo, y odiaba lo que había provocado ese miedo, pero sabía que tenía que enfrentarse a él cara a cara, por mucho que la idea la aterrorizara.

Su psiquiatra se había mostrado muy preocupada por su decisión. No paraba de preguntarle si se sentía feliz por haberla tomado; si creía que era lo más adecuado para ella y por qué. Había llegado a usar las preocupaciones de su madre como elemento de presión para hacerla cambiar de idea.

Pero la decisión final había sido de Sofia y de nadie más. Y una vez que la tomó, no hubo vuelta atrás. Pasara lo que pasase, dijera su madre lo que dijese, lo soportaría, porque sabía lo que eso habría significado para su padre.

Debt of love--Marco ReusDonde viven las historias. Descúbrelo ahora