6. De vuelta en Vancouver

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Bajé del avión y respiré profundo. Sentí como el aire helado invadía mis pulmones y fue una de las sensaciones más lindas que tuve en el último mes, por más raro que parezca. La temperatura había bajado desde la última vez que estuve allí. No amaba ningún clima tanto como el frío; el otoño era mi estación favorita del año y estar en Vancouver para esta época me ponía de un humor increíble.

Desempaqué mis cosas en cuanto llegué a la casa en donde iba a estar viviendo todo el mes. No era muy grande, una habitación, un baño mediano, cocina-comedor y el living, que era la habitación más grande de la casa, pero era muy bonita. El piso era de madera oscura, los muebles tenían un aspecto muy moderno y tenía un pequeño patio. No podía pedir más.

Siempre me gustaron las casas grandes. Cuando era pequeña vivíamos en una de dos pisos, muy pintoresca. Amaba esa casa. Teníamos un altillo enorme, en el cual me la pasaba todo el tiempo; mis amigas solían venir a jugar conmigo y siempre estábamos allí, jugando con nuestras muñecas barbies o simulando que tomábamos el té. Pero de pasar a ser un lugar en donde íbamos a divertirnos, pasó a ser un refugio personal. Cuando empezaron las discusiones entre mis padres, era muy difícil no escucharlos, así que en vez de quedarme encerrada en mi habitación, me encerraba en el altillo y me quedaba ahí por un par de horas. Generalmente era mi hermano el que me avisaba que habían terminado de discutir. Cuando cumplí los quince mi papá ya no vivía con nosotros y mi mamá se la pasaba todo el día llorando. Tardó unos años en volver a estar bien, pero ese tiempo fue muy duro. Después de la separación de mis padres empecé a cerrarme cada vez más, se me hacía muy difícil hablar con mis amigos y el teatro fue lo único que me sacaba de la realidad que estaba viviendo, aunque hubo un momento en que nada ni nadie me pudo hacer olvidar de los problemas. En mi último año de secundaria, mi mamá nos dijo a mí y a mi hermano que quería que nos mudáramos a una casa más pequeña. Recuerdo haberme enojado muchísimo con ella ese día. Le pedí que por favor nos quedásemos hasta que yo me haya ido, que cuando yo ya no estuviera podían hacer lo que quieran. Y así fue. Un día antes de irme me la pasé en el altillo recordando todo lo que había vivido en esa casa y en ese refugio, ese lugar en donde había pasado noches llorando o tardes riendo con amigas, ese lugar en donde había dado mi primer beso y en donde me pasaba días y días tocando la guitarra y cantando.

Cuando llegué a Nueva York rentaba una casa realmente pequeña y no podía evitar deprimirme cada vez que llegaba de mi trabajo o de estudiar. Pero poco a poco me fui adaptando y luego hasta llegué a tomarle cariño. Cuando grabé mi primera película importante lo primero que hice con el dinero que gane fue comprar la casa en la cual vivía actualmente. Pensé en comprar una grande como la que tenía en Argentina, pero después me di cuenta de que era algo totalmente innecesario y vivir sola en una casa tan grande solo serviría para hacerme dar cuenta de lo sola que me encontraba allí y no era algo que necesitaba sentir. Sabía que, cuando tuviese una familia, definitivamente iba a tener una de dos pisos, con un gran patio y quizás una piscina, pero por el momento solo me bastaba con una habitación donde poder dormir y sentirme cómoda.

Empezaba a grabar en un par de días, así que aproveche el fin de semana para acomodarme. Llamé a mi mamá, que me había pedido por favor que lo hiciera en cuanto llegara, mandé mensajes a un par de amigos y también a Danielle, haciéndole saber que podíamos vernos en la semana. Finalmente, también decidí mandarle uno a Grant, ya que habíamos quedado en que le iba a avisar cuando estuviese en Vancouver.

> Hey, Grant. ¡Por fin en Vancouver! Dime cuando estés libre para poder vernos.

Su respuesta no tardó en llegar.

>> ¡Liz! Mañana estoy libre, ¿te parece bien?

> ¡Me parece genial!  Tu elige donde podemos ir, no estoy familiarizada aún con la ciudad...

>> Conozco el lugar perfecto, nos vemos allí a las 3, te envío la dirección.

El lugar quedaba a unas 10 cuadras de donde estaba viviendo y, como todavía no había alquilado un auto, decidí ir caminando.

De repente me había puesto nerviosa. Las últimas semanas, Grant y yo habíamos hablado cada vez que podíamos, cuando él tenía algún tiempo libre entre escenas o cuando yo volvía a casa después de diferentes tareas, como reuniones o entrevistas. Pero verlo en persona era algo totalmente diferente. No podía dejar de preguntarme si iba a ser una situación incómoda o si todo sería normal, como dos amigos que se toman un café juntos –pero la realidad era que yo no sabía si éramos amigos o no. Traté de no pensar mucho en el asunto, de dejar que las cosas pasaran naturalmente. Para despejar un poco la mente, tomé la guitarra y comencé a tocar un poco; como no tenía nada que hacer durante el día, mas tarde decidí salir a caminar un poco y comprar algunas cosas para comer.


A la mañana siguiente, me desperté aturdida, sin saber muy bien donde me encontraba. Miré a mí alrededor y después de unos segundos caí en la cuenta de que estaba en Vancouver. Era normal para mí el hecho de despertarme totalmente desorientada cada vez que dormía en un lugar diferente. Había dormido un buen rato y ya era la hora del almuerzo, así que me preparé algo liviano, comí con toda la tranquilidad del mundo y cuando terminé me fui a arreglar para el encuentro con Grant.

Cuando llegué a donde nos íbamos a encontrar, me quedé parada en la entrada buscándolo. El lugar era bastante acogedor, con un estilo rústico. Lo encontré en una de las mesas del lado izquierdo, con un buzo azul de un equipo, supuse yo que de basquetbol, llamado Los Angeles Clippers y una gorra azul oscura. Cuando levantó la mirada, me vio e inmediatamente sonrió. Me saludó con la mano y me dirigí hacia él, también con una sonrisa en la cara.

La luz en mi vida [Grant Gustin]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora