Capítulo 39: La pieza faltante del rompecabezas

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Me obsesioné tanto con las incógnitas que rondaban en mi cabeza que pasé varios días empapándome de información sobre la familia Waldorf. Charles Waldorf era un político de derecha que lideraba las encuestas y perfilaba como el candidato más fuerte para la presidencia. Sobre la chica en cuestión, cuyo nombre era Dhasia, no hallé nada relevante. Había muy poca información sobre su desaparición; todo se basaba en suposiciones ya que el senador no hizo tantas declaraciones públicas ni pronunciamientos como se esperaba. Sin embargo, descubrí cosas que me llevaron a hacer conexiones que les daban más sentido a ciertos aspectos de la vida de Marianne.

El senador también tenía un hijo llamado Edward. Él era dueño de una cadena de hoteles; casualmente Marianne trabajaba en una de las sucursales y, como ella decía, no importaba lo que hiciera, jamás era despedida. Y no sólo eso: gracias a fotografías, pude establecer que Edward era amigo del decano de la universidad donde estudiábamos. Con un contacto así, era más que razonable que consiguiera entrar al programa de Literatura un mes después de que las clases empezaran y que le homologaran tantos semestres.

Aun así, parecía que entre más respuestas conseguía, más preguntas me formulaba. Más pronto que tarde, llegué a un punto muerto en la investigación. La información era repetitiva y no arrojaba nada nuevo. Había agotado mis recursos... O, al menos, casi todos. Sin Marianne cerca, la persona que podría resolver mis dudas era Deborah.

Le di vueltas a la idea y cada vez cobraba más fuerza. Antes de la primera compra, Marianne tuvo que contarle por qué consumía drogas. Conociendo a Deborah, no se habría conformado con sus respuestas a medias; le habría extraído la mayor cantidad de información posible. Existía la posibilidad de que ella tuviera la pieza que faltaba en mi rompecabezas, y yo ideé todo un plan para conseguirla.

El sábado al caer la medianoche, me paré de la cama, me quité mi pijama y me vestí con ropa sencilla, cómoda y en tonos oscuros que no llamaran la atención. Entonces salí de mi dormitorio y entré al de mi madre intentando ser lo más sigilosa posible para no despertarla. Mi corazón latía descontrolado, pero no podía dejarme ganar por los nervios. A oscuras y guiándome únicamente por el tacto, registré su cartera hasta hacerme con sus llaves. Cuando por fin las obtuve, sentí que ella dio una vuelta en la cama y casi me da un infarto. Esperé un poco. Comprobé que seguía dormida y escapé de allí.

Caminé un par de cuadras buscando un taxi, pero las calles estaban tan solitarias que no se veía ni un alma a la redonda. Tuve que ir a la plaza: el único lugar con vida nocturna en el barrio. Allí había varios taxistas esperando por pasajeros que salieran de los bares y discotecas. Me acerqué a uno de ellos.

-Buenas noches -le dije.

-Buenas noches, señorita. ¿A dónde se dirige?

-No tengo la dirección exacta, pero sé más o menos cómo llegar. Utilice el taxímetro y yo lo guío.

El señor me miró con recelo y no lo juzgo por ello. Tenía razones para desconfiar, pero, después de unos segundos, me abrió la puerta y me dejó entrar. Lo guié hasta el bar clandestino a punta de torpes instrucciones como "más adelante", "a la izquierda" o "a la derecha" mientras andábamos a velocidad reducida. Cuando llegamos, me miró confundido; a lo mejor pensó que me había equivocado.

-¿Está segura de que es aquí?

-Sí -le pagué y me bajé del vehículo-. Muchas gracias.

El taxista arrancó sin decir ni una sola palabra. No le di mayor importancia y avancé un par de metros cuando, de repente, me abordó un guardia de seguridad.

-¿Estás loca o muy drogada? -me reclamó en tono agresivo-. ¿Cómo se te ocurre venir hasta aquí en taxi?

-¿Es que acaso no se puede?

Me miró con los ojos entrecerrados, tomó mi brazo a la fuerza y le dio la vuelta para ver mi muñeca.

-Tú no perteneces aquí -me soltó de mala gana-. Vete de aquí, niñata. Debes estar extraviada.

Se dio la vuelta para irse.

-¡Espera! Yo he venido antes -miré a todos lados desesperada-. Él... él me conoce -señalé a otro guardia-. ¡Oye! -lo llamé-. ¿Te acuerdas de mí? Vine con Marianne dos veces.

El de la cicatriz se acercó y me echó un vistazo.

-Es verdad, pero ella canceló su membresía hace semanas. Tú no tienes una. No puedes entrar.

-¿Y cómo puedo conseguirla?

Los dos se echaron a reír.

-Oh niña, esto no es PriceSmart. No puedes simplemente tomar turno, llenar un formulario y sacar un carnet -se burló el guardia que no me conocía.

-¿Entonces?

-Consigues el pase cuando nosotros te lo ofrecemos.

-¿O sea que no puedo entrar?

-No -sentenciaron.

-Tranquilos -una mujer me abrazó por detrás. Me di la vuelta y descubrí que se trataba de Deborah-. Ella viene conmigo. Nosotras somos buenas amigas, ¿cierto Katterin?

-Katheleen -le corregí.

-Shhh... -me mandó a callar.

-Tami -un guardia se refirió a ella-, conoces bien las reglas y sabes qué pasa cuando se rompen.

-No las estoy rompiendo -se encogió de hombros-. Como dije, somos amigas. Nos conocimos a través de Marianne. ¿Nos van a dejar entrar o qué?

SERENDIPIA PARTE I: MARIANNEDonde viven las historias. Descúbrelo ahora