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    Abrí la ventana del auto, dejando así que el viento golpease mi rostro.

    Mi pecho subía y bajaba violentamente. Mordí mi lengua con fuerza, intentando no decir algo más.

    —Cierra la ventana —ordenó.

    No me molesté en responderle. Sólo dejé que mi pulso se regularizase lentamente.

    —Que cierres la puta ventana, Millaray —dijo una vez más, subiendo varios tonos.

    —Cállate.

    Pisó el freno repentinamente, haciendo que casi chocásemos con el auto que estaba detrás. Segundos después, varias bocinas de autos sonaron desesperadamente.

    —¡Gerard!

    Salió de la carretera hábilmente y se detuvo justo a un lado de la misma.

    —Cierra la ventana, Milla —pidió.

    Sabía que si daba a torcer el brazo, él querría tratarme mal una vez más.

    Como ayer.

    Como siempre.

    —Me siento abochornada.

    —Encenderé el aire acondicionado, corazón. Pero cierra la ventana, o lo haré yo.

    No me fié de la manera en que lo dijo.

    —Que no.

    —¡Maldita sea, Millaray!

    Una bofetada azotó mi mejilla izquierda. El ardor no tardó en llegar.

    —¡Ciérrala!

    Y tuve que obedecer. Tuve que ser sumisa una vez más.

    Para cuando llegamos al restaurante, ya eran pasadas las tres de la tarde. Por supuesto que no encontramos una mesa vacía.

    Y por supuesto que Gerard me culpó.

    —¡Si hubieses dejado de discutir y dádome la razón, no estaríamos como un par de vagos buscando un lugar para comer!, ¡por Dios! —azotó su puño contra el volante.

    —No fue sólo mi culpa, Gerard —respondí muy tranquila. O quizás demasiado cansada de tener la misma discusión.

    —¿No fue tu culpa?, ¡¿no fue tu culpa?! ¿Sabes qué? Quizá si supieras cocinar, no estaríamos aquí ahora —soltó una risotada, mostrándome una sonrisa cínica.

    No dije nada. Era demasiado tedioso que la pelea se volviera tan rutinaria.

    —¡Te estoy hablando! —gritó una vez más.

    La vista se volvió borrosa y, como pude, salí del auto.

    —¿Adónde vas, Milla?, ¡maldición! —vociferó.

    Casi volví al auto para pedirle disculpas, pero no lo hice.

    Recapacité cuando sentí el ardor en mi brazo. Me estaba sujetando con demasiada fuerza.

    —¡Suéltame!

    Tiró de mí como si se tratase de llevar una bolsa de basura hasta el auto.

    Por la noche, no pude dormir.

    Y mucho menos pude evitar llorar.

    No pude evitar sentirme una mierda.

    Quería al Gerard de hace seis años de vuelta.

    Quería volver a ser feliz.


Mine | Gerard WayDonde viven las historias. Descúbrelo ahora