17.

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    Tenía unas enormes ganas de orinar.

    —¡Michael, abre!

    Giré de nuevo la perilla, sin resultado alguno.

    —Milla, por fav...

    —¡Michael!, ¡Michael Way! ¿Qué crees que haces? ¡Mamá, Lindsay, ayúdenme! ¡Valeska!

    Tomó mi antebrazo con cuidado, nada comparado con el codazo que le di para estar lejos de él.

    —¡Cállate, ayúdame a abrir esto!

    —Ven...

    Posó sus manos en mis hombros. Me fui a la puerta de nuevo.

    Era como si tuviese alguna especie de alergia. Como si me enfermase hasta el más mínimo toque.

    —Por favor —habló—; te digo lo que quiero decir, me dices lo que piensas, y si no quieres seguir hablando, Michael abre la puerta.

    —No soy un perro. Tengo derechos, no puedo estar aquí. ¡Soy claustrofóbica!

    Soltó una risa. Sus mejillas vibraron al ritmo de ella.

    —Eso no es verdad, no tienes fobias.

    Me molestaba el que riese. No podía fingir que había pasado nada.

    —¡Cállate!

    Decía eso más veces al día de las que era consciente.

    —Por favor.

    Se sentó en el sofá. Sorprendentemente, no llevaba un traje puesto. Sólo un suéter bordado, una playera, pantalones de mezclilla y tenis. En la mesa había una taza de té que no noté hastaque estuve a un metro de él.

    —Es para ti —susurró.

    Lo ignoré.

    —Date prisa.

    Suspiró. Como siempre que peleábamos. Como siempre que yo lloraba o abría la boca para decir alguna necedad. Como toda la vida.

    —¿Cómo has estado?

    Puse los pies en la mesa, y me coloqué en una postura cómoda. Crucé los brazos.

    —Si sólo dirás cosas como esa, puedes ir diciéndole a Michael que abra ya.

    Fregó su hombro.

    —Quiero ser amable, Milla.

    —¡No lo hagas! ¡Di lo que tengas que decir y ya!

    Parpadeó lentamente. Como un maldito retrasado.

    —Está bien. —Inhaló—. Isabella me llamó hoy. Me pidió que hablase contigo sobre algo imp...

    —¡Como si ella no tuviese una maldita boca!

    —¡Milla!

    Me callé al instante.

    —Si quieres irte de aquí rápido, por favor, escúchame.

    En el fondo, realmente quería escucharlo hablar, de esa forma lenta y pausada, con los labios secos, frunciendo el ceño, su cabello revuelto, que ahora era negro, cayéndole de lleno en la cara.

    Haciendo sus particulares gestos.

    Respingaba la nariz cuando se emocionaba. Entrecerraba sus preciosos ojos cuando estudiaba algo a detalle; los cerraba cuando se sentía cansado, y los abría lentamente. Estrechaba los labios si estaba demasiado serio, y los mordía si estaba nervioso. El fuerte olor a fresas avisaba su llegada, con un traje ajustado encima y la corbata ligeramente suelta.

    Asentí, y él tomó aire.

    —Ella quiere que tomes un tratamiento.

    Me miró fijamente, esperando ver alguna reacción de mi parte.

    —Será por quince meses. Es en España.

    Comenzó a jugar con el borde de su playera.

    —Soy tu esposo, Milla. Legalmente, yo tendré que firmar la autorización para que puedas ser internada en ese lugar.

    Ahora jugaba con la taza de té en la mesa.

    —Puedo firmarla, y puedo no hacerlo.

    El cabello le caía de nuevo en la frente.

    —Isabella quiere hacerlo. Quiere que entres a ese lugar. Pero ella no tiene el suficiente poder legal. No cuando yo estoy aquí, vivo.

    Comencé a jugar con la goma que llevaba en la muñeca.

    —De hecho, todos creen que te iría bien pasarla allá.

    Acercó su mano a la mía, muy lentamente. Quizá esperaba que le diese un manotazo.

    La tomó entre la suya, fría y pálida. Ambas. Incluso con la alta temperatura del lugar. No podían consolarse una a la otra. Siempre era así.

    —Yo también lo creo.

    Tiró de mí, sin darme tiempo para pensar. Se puso de pie, obligándome a mí también a hacerlo, y me abrazó. Me estrechó en sus largos brazos. Mi cara estaba contra su pecho, y olía a fresas.

    —Pero no importa lo que nosotros creamos —masculló—. Tú lo decides, Millaray.

    Luego de un minuto, comencé a levantar los brazos, hasta sentir los bordados de su suéter, y lo rodeé con mis brazos. Primero, suavemente. Después, lo apretujé tanto que mi vientre dolió, dolió mi alma, dolió todo mi ser, pero en mi mente sólo rondaban fresas y té.

    Y Gerard.


Mine | Gerard WayDonde viven las historias. Descúbrelo ahora