14.

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    Sudor frío recorría mi frente y sentí los latidos de mi corazón en la boca.

    —¿Qué quieres? —murmuré, entrecortada.

    Seguía mirándome a los ojos. Sus manos temblaban. Su cabello lucía asqueroso, para ser sincera, y las puntas estaban sucias. Muy sucias. Sus pantalones tenían manchas enormes, pero resaltaba una en su pierna. Recordé la herida que Valeska le hizo, y supuse que no se la había tratado.

    Estiró la mano derecha, intentando tocar la mía.

    La recogí y lo golpeé en la cabeza con el control remoto.

    —¡Vete!

    Se llevó las manos a su pecho y bajó la mirada.

    Parecía un idiota retrasado.

    —¡Deja de actuar así!, ¿qué quieres?, ¡vete, Gerard!

    —De verdad lo...

    —¡Cállate!

    Cogí el florero de la mesa y lo tiré hacia él, sin importarme si la alfombra se mojaba o el piso se arruinaba.

    —¡Tú —lo señalé—, tú la mataste, y no sé qué quieres aquí —en ese punto yo ya estaba hablándole a una mancha borrosa—. ¡Vete!, ¿es que no entiendes? ¡Arruinaste toda mi vida, me arrebataste a mis hijos, y yo creo que ya ha sido suficiente! —Las lágrimas por fin salieron, y mi vista ya no estaba tan nublada.

    Quería sentarme porque sentía que en cualquier momento mis piernas se doblarían y caería.

    Pero seguí en pie.

    —¡Di algo! ¿No me golpearás? ¡Anda, aquí, justo aquí! —toqué mi mejilla.

    No podía creer que era yo la que gritaba y él sólo estaba mirándome con miedo.

    —Si te quedarás parado ahí como un maldito estúpido, será mejor que te largues. ¡Ya, vete —lo empujé y él tropezó. Soltó un quejido—, te odio!

    No supe en qué momento lo comencé a patear.

    Ni cuándo comenzó a sangrar.

    Mucho menos cuando gimió de dolor y gritaba perdones inútiles, que de nada me servían ya.

    La cadera me dolía terriblemente y apenas podía respirar correctamente, pero no me importó.

    —¡Dime, qué sientes, ¿eh?! ¿Llevas algún bebé en tu vientre?, ¡ojalá lo hicieras, y así sentirías al menos la mitad de lo que yo!

    Escuché la puerta abrirse, pero continué tirando de su pelo.

    Hasta que volvieron a tomarme por la cintura de manera brusca y administrarme más calmantes vía intravenosa.

    Alguien susurraba cosas que al comienzo no entendí, y me calmaba, o al menos intentaba hacerlo.

    —Tranquila, ya, ya está. Duerme, aquí estoy, cariño —acarició mi cabeza.






Mine | Gerard WayDonde viven las historias. Descúbrelo ahora