3.

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    —¿No necesitas nada más?

    —Sólo encuentro los Chuck Taylor y ya está.

    Si hubiese podido arquear una ceja, lo habría hecho.

    —¿Para qué lleva un hombre unos Chuck Taylor a un viaje de negocios, Gerard?

    Se volvió a verme.

    —Oh, cállate, Milla. Yo también me canso con los estúpidos zapatos.

    Comencé a reír.

    —¡Mira! ¡Aquí están! —dije, tomando el calzado y alzándolo para que pudiese verlos.

    —No, esos no. Los rojos.

    —No tienes tiempo de elegir cuáles quieres, Gerard. Son las ocho menos veinticinco.

    —¡Jesucristo!

    Me arrebató los Chuck Taylor y los guardó en la maleta, sin importarle si su ropa se ensuciaba. Claro, él no lava.

    Bueno, yo tampoco.

    —¿Los tienes?

    —¿Qué?

    —Los cheques, Millaray.

    —¡Ah! Están en la repisa de la sala.

    —Qué buena forma de guardar más de ocho mil euros.

    Solté una risita.

    —Al menos es mejor que dejarlos en los bolsillos de los pantalones y enviarlos a lavar junto con el resto de la ropa.

    Negó con la cabeza con un aire divertido.

    —Déjalo estar.

    —Ya. Camina. El taxi se irá sin ti.

    Tomó la maleta y la bolsa de mano y salió de la casa. Lo seguí junto con Bandit.

    —Nos vemos en dos días. —Besó mi mejilla, y luego, mis labios.

    —No pienses demasiado, Gee.

    —No cocines demasiado, Milla.

    —Adiós, papá —dijo ella, con la voz ronca.

    —Adiós, corazón.

    Subió al taxi y Bandit movió la mano exageradamente en señal de despedida.

    Cuando el taxi desapareció, le susurré:

    —Entra a casa, cariño. Esa garganta no se curará sola.

Mine | Gerard WayDonde viven las historias. Descúbrelo ahora