Sendas

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   Pietro se sentó a la mesa, junto a Theodore. Este conectó una memoria extraíble al puerto USB, encendió una computadora portátil, escribió una clave y abrió una carpeta. Con voz pausada, empezó a leer su traducción.

"Desiertos. Oasis. Sabanas. Montañas. Selvas. Tundras. Estepas de hielo. Llanuras. Muchas sendas enmarañadas y bifurcadas que conducían al viajero inexperto hacia cañadas infinitas, pantanos traicioneros o cubiles de fieras, criaturas malvadas, demonios y otros peligros horrorosos. Pero bajo la guía de Ki, siempre tomaron el camino que llegaba al refugio apropiado o dónde alimentarse.

Muchos días y miles de millas tortuosas, solitarias, largas. Nunca quisieron volverse a mirar las tierras que habían dejado, en el recorrido, lejos, muy lejos en el Oriente, sin seguridad, sin comodidad, sin esperanza.

Noches de frío cortante. Viento silbante y violento. Refugios incómodos y muy fríos. El tono cantarín del riachuelo, los aromas de los dátiles y las flores, el crujido del sol en las paredes de sus hogares de piedra...

"Ya debe ser primavera" pensó Tza, el hijo de Ki. De ojos límpidos como el rocío que reposa en los pétalos del jazmín. De corazón puro como la avecilla que recibe al sol con su canto de agradecimiento. De rostro hermoso como el sol del poniente. Pero los demás tenían pensamientos lúgubres. Ya se habían cansado de vagar sin rumbo. De ser los extraños. De ser señalados. Aprendieron diferentes artes y ciencias durante su trayectoria. Aprendieron a pelear. A defenderse de sus enemigos y ser temidos por hombres y bestias.

Ki había pensado en llegar a los umbrales. Esa era su misión. Custodiarlos.

— Y quizá algún día, Efímeros, Inmortales e Híbridos aprendan a vivir juntos — se había dicho Ki para sí.

En su mundo onírico, los miembros del Concejo conocían el mal y el peligro que habían crecido y aumentado en esas tierras salvajes y desconocidas. Muchos habían sido obligados a huir por miedo al hambre, al frío, a la demencia. Aun las buenas intenciones de la Madre Ki y sus consejeros se olvidan a veces, cuando deambulas entre un peligro y otro: jaurías de lobos, Habitantes de la Niebla, demonios del desierto, gigantes antropófagos, merodeadores y asaltantes...Tza sabía que algo inesperado podía ocurrir, y apenas se atrevía a desear que no tuvieran alguna aventura horrible pero todo marchó bien, hasta que un día se encontraron en el valle circundado por cuatro ríos y algunos decidieron quedarse ahí para siempre. Ki y los demás se quedaron con ellos para erigir una villa amurallada, domesticar animales para el pastoreo y sembrar los campos. Y a esa primera ciudad le llamaron Ru, la Ciudad del Descanso, la Ciudad de los Ríos. Nombraron como Concejal al viejo Pta, hombre de manos sabias e ideas claras. Este eligió a sus consejeros, su jefe militar y el encargado de los tributos. Y encontraron aliados.

Bosques hermosos e infinitos enamoraron a la gente de Pta. Acostumbrados a la aridez de su tierra natal, se encontraron anonadados ante tanta exuberancia y diversidad de especies. Pero no vivían solos. Esa era la tierra de los Cérvidos, seres capaces de convertirse en corzos, venados, alces, renos, caribúes, alces... Vivían en pequeños grupos y protegían sus terrenos con fervor, pero sin utilizar arma alguna, solo tretas y engaños para confundir a los cazadores, ya fuesen bestias u homínidos. Pronto hubo empatía entre la gente de Ru y sus vecinos, e incluso estos pronto se integraron a la vida tranquila de la ciudad, pero sin descuidar sus obligaciones. Los Cérvidos les enseñaron las propiedades alimenticias y curativas de muchas plantas de la región, dieta básica para los habitantes de Ru. También les mostraron cómo caminar entre los senderos del bosque sin dejar rastro, a interpretar el canto de las aves, a seguir las rutas de los insectos, a ser uno con esa Naturaleza. Tras ochocientos días, Ki y los suyos partieron con gran pesar en su corazón, rumbo hacia los bosques boreales donde la noche danzaba con su traje de colores.

Muchas noches trascurrieron sin que apareciera el sol. Hoy sí y mañana también. Bosques de Agujas. Así le llamaron. Transitar entre taiga y tundras. Bosques perennes donde todo era igual: los mismos árboles, los mismos cantos terroríficos, los chasquidos del viento que resonaban cuando reventaban contra aquellas paredes boscosas e impenetrables. Doseles cerrados de hojas que cobijaban el suelo aterciopelado de musgos, líquenes y variadas helechos. Abundaba la caza y la pesca. Así consiguieron abrigo y comida.

Los Pálidos, sobrevivientes del ataque de la diosa de Alas Negras, se quedaron ahí. Altos, bellos, etéreos. Erigieron sus casas y castillos de piedra en aquellas tierras y optaron a vivir de manera solitaria, ermitaña. Estos solo viajaban de noche y por lo general, marchaban en dos grupos al frente y a la retaguardia de la gente de Ki, quien les perdonó sus faltas a cambio de servir como guías. Muchos de estos eran los compañeros del Maldito. Vivían apesadumbrados porque no podían vivir como los demás (no sufrían de hambre, ni dolor, ni vejez) pero padecían una sed infinita de sangre. Muchos espíritus frecuentaban ese sitio, razas sin nombre que dormitaban en las ramas de los árboles, se acurrucaban bajo las setas o acechaban, escondidos entre matorrales, a los caminantes despistados.

Pero no estaban solos. Ahí habitaban los Patas de Hueso, los Trituradores. Sus soldados, que portaban vestimentas blancas, rojas y negras, controlaban el bosque durante las mañanas, las tardes y las noches. Informantes de la señora, que guardaba las Aguas de la Vida y de la Muerte y se alimentaba de niños e infusiones de rosas azules.

Los Pálidos aceptaron quedarse para cuidar a los Efímeros que vivían en esos bosques de los ataques feroces de esa mujer monstruosa y sus acólitos. Ulf quedó a cargo de estos hombres, apoyado por la bellísima Daa, pariente de Ki, víctima también del ataque de la diosa de Alas Negras. Así nació Bor, la ciudad del Bosque de las Agujas.

La marcha prosiguió durante meses, hacia las tierras donde el hielo oprime a cualquier forma de vida. Aprendieron a construir canoas y a moverse en las aguas gélidas. Llegaron a las Islas de Niebla, donde habitaban los Comedores de Carne Cruda, los Domesticadores de Lobos, alimentados con peces, focas ballenas y otras cosas mucho más espantosas pero siempre sufrían hambre. Estos hombrecitos regordetes, de ojos rasgados, desdentados y cabello negrísimo no sabían construir nada bonito, pero eran muy ingeniosos al elaborar sus trampas, sus embarcaciones, sus ropajes de piel... Podían excavar túneles en la nieve con rapidez y moldeaban sus hogares con grandes bloques de hielo. Comúnmente, estas gentes lucían desaseadas. Martillos, picos, anzuelos y pinzas, entre otras herramientas, las hacían con huesos de animales y cosían sus ropas con tendones de bestias. Practicaban la brujería, en la cual eran muy diestros, pero la ejercían poco porque las maldiciones siempre traían consecuencias nefastas para quien las ejercía contra su prójimo, igual o más diestro que sus enemigos en muchos casos.

La matriarca de cada aldea y su familia ocupaban una enorme vivienda cuya entrada se encontraba situada más próxima hacia donde salía el sol, mientras que los pescadores, cazadores, curtidores y otras profesiones modestas vivían más cerca del Poniente, en casas enclavadas en un agujero hecho en la nieve, cuya entrada se encontraba en el tejado y se llegaba abajo con la ayuda de un tronco.

No odiaban a sus vecinos de islas aledañas, con quienes inclusive habían llegado a pactar para evita invasiones. Pero tenían particular aversión contra una tribu de enanos blancos, quienes acostumbraban atacar a sus perros y a sus niños para esclavizarlos o devorarlos.

Kaila, hermana de Ng, apiadada ante las matanzas cometidas contra la población de Comedores de Carne Cruda, decidió quedarse con ellos para instruirlos en la defensa de sus propiedades y en artes como la guerra y la escultura. Así nacieron los Anarok, los Cazadores de Caribúes, los que marchan siempre solos". 

Acquaviva: La Piedra del ReyDonde viven las historias. Descúbrelo ahora