Tormenta en el alma de un hombre bueno

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Cualquier ser vivo reconoce, muy dentro de sí, cuan insignificante es cuando se enfrenta al peligro de las fuerzas omnipotentes de esa Naturaleza que le dio ese soplo de vigor llamado existencia- expresó Gabriela Acquaviva cuando le tocó su turno. Más aún, cuando navegamos dentro de una frágil embarcación que nos mantiene alerta ante cualquier pretensión del poderío de las olas. Pero esa situación no perturbaba a Pietro Acquaviva en medio de la nada. Aguijoneados por el viento irresistible y caprichoso, negros nubarrones advertían una tempestad. El eco de los truenos se alternaba con el rugir de las olas que mecían la embarcación y sus recuerdos en un inquietante vaivén.

Aquel hombre delgado, alta estatura y de facciones enérgicas que emulaban una extraña perfección divina, dormitaba pese a la tempestad. Sobre los hombros le caían los largos cabellos albos y una barba entrecana y bien recortada enmarcaba su rostro de color ligeramente bronceado. Su frente amplia, un par de cejas enormes, boca pequeña y ojos muy negros, obligaban a fijar la vista en él a cualquiera que los mirase. No temía a esas enormes paredes de agua que caían sobre su nave. Más bien, se sentía... protegido. Pero muy dentro de sí deseaba arrojar aquellos recuerdos hacia las olas.

De pronto, las voces de la naturaleza cesaron.

Una sombra sutil emergió tras una muralla líquida y embistió la nave.

Pietro Acquaviva se despertó a mitad de la madrugada sobre la proa, alertado por los gritos de su grumete Whelan, cuyo rostro cubierto de ampollas, sin cejas ni pestañas, le horrorizó. Tomó dos astillas de madera a sus pies mientras evitaba un mandoble traicionero e incrustaba con asombrosa velocidad sus improvisadas armas en el cuello de su atacante, no sin antes cubrir a su aterrorizado protegido.

Proyectó otras astillas llameantes contra el estómago de su rival más cercano y escuchó varios disparos al unísono que provenían de las cabinas.

- ¡Rafaela! ¡Los niños!- pensó Pietro.

Paula y Gabriela Acquaviva, bellas y seductoras, invitaban a sus atacantes para que las enfrentasen y los primeros, guiados por su lascivia, soberbia o rabia en su viaje inevitable hacia la muerte ignota, no pudieron lamentar su imprudencia y soberbia una vez cercenados sus extremidades y cabeza en gráciles y rápidos movimientos de su espada.

De una dentellada, una sombra ágil y furtiva le rompió la carótida a uno de los asaltantes mientras se impulsaba más de seis metros sobre otro de sus rivales, en socorro de la madre que defendía a sus hijos con gallardía. El recién llegado, Tiziano Bolocco, aparentaba unos treinta y tres años. De estatura mediana, cuello corto y casi imperceptible al estar encajado en una contextura robusta, llamaba a gritos a los suyos para que se apostaran junto a las bodegas y los camarotes. Debajo de su piel inmaculada y facciones exquisitas, se distinguían sus venas azuladas debido a la tensión del momento, mientras sus ojos ambarinos de color amarillo y colmillos blanquísimos reflejaban los fulgores de los relámpagos y la luna. Solo llevaba consigo una pequeña ballesta, curiosa arma integrada a un brazalete en su mano derecha, mientras que con la otra sostenía un báculo de acebo tallado con las figuras de las Keres míticas que le permitía mantener la distancia respecto a sus enemigos como un eficaz escudo.

- ¡Maten a todos los monstruos! ¡Quemen vivos a los hechiceros y a su séquito hereje de relapsos! ¡Su Majestad y Santidad os honrarán por siempre! - bramó un hombre calvo, de barba hirsuta y vestido con un hábito pardo, sobre el cual destacaba una especie de cruz gamada de plata con rubíes incrustados así como sus pupilas dilatadas que emulaban el mismo color que su distintivo. Pietro lo reconoció en seguida y dio un suspiro prolongado.

Acquaviva: La Piedra del ReyDonde viven las historias. Descúbrelo ahora