Paula.

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"Me llaman Paula Acquaviva, hija adoptiva de esta familia, la cual me dio este nombre. Nacida en cuna de herreros toledanos, los mejores fabricantes de espadas de Europa en opinión de militares, reyes y expertos, nunca ambicioné nada más que el amor de los míos y una existencia plácida a orillas del río Tajo que me vio nacer, confidente de mis secretos y proveedor de vida. Estuve casada durante más de ocho años con un humilde joven de origen musulmán, pero converso a la fe católica, con quien crie a dos niños hermosos, cuya alegría daba razón a mi existencia.

Vivíamos felices en las afueras de la Ciudad Imperial, como sirvientes de un poderoso noble, llamado Santiago, amigo personal de Su Majestad, motivo por el cual recibía, a sus espaldas, calificativos despectivos por parte de los ocasionales militares, frailes, vagabundos o enemigos acérrimos (que al final todos resultaban lo mismo) quienes se extraviaban o merodeaban por sus dominios, en especial unos bosques que ocultan en sus entrañas unas antiguas edificaciones godas, consideradas malditas por los supersticiosos y los creyentes en la fe, ya fuesen católicos, moros o judíos. Senderos arcillosos comunicaban nuestro pacífico poblado con esas tierras, donde habitó un tirano cuya fama se convirtió en leyenda, un tal Alfonso Sin Nombre, apodado así por recibir la excomunión de la Iglesia tras descuartizar a unos frailes que le solicitaron arrepentimiento por su vida libertina y hereje, así como una compensación monetaria por su inasistencia a los ceremonias religiosas y a sus obligaciones como cristiano. Tal acción dio lugar a que el último fraile le lanzase la excomunión y una maldición mientras Alfonso disfrutaba su bacanal nocturna, en la cual se incluían sacrificios humanos (pobres almas que osaban robar algún fruto para comer o cazar en sus predios, o bien, todo aquel que le indicase cómo se debía comportar). Al expirar el religioso, una nube ambarina cegó a todos los presentes, quienes observaron cómo su señor ululaba mientras se aferraba la cabeza en súplica de un perdón divino que jamás llegó a pronunciar. Su voz se transformó en un onomatopéyico quejido que dio lugar a su nuevo nombre: Bú. Los brazos se convirtieron en alas, las piernas en deformes garras y su rostro emplumado cubría su pico corto y curvo. Sus verdugos y lacayos más cercanos también sufrieron tal metamorfosis y comenzaron a chillar en petición de auxilio hacia el resto de invitados, quienes buscaban la manera de escapar.

Esa parvada de seres licántropos alados, de ojos color rubí como un eclipse lunar, llamados Bú, acechaban a los noctámbulos, extraviados u osados que diesen paso por sus dominios. Desaparecieron tras la llegada de un lord inglés, exterminador de brujas y monstruos, contratado por su Majestad. Este Verndari, de apellido Le Fey, logró sellarlos en las ruinas del castillo godo.

Trascurrieron los años. Todos creíamos que esas leyendas para asustar niños, traídas por los errantes o por nuestros padres, eran solo eso, patrañas para aterrorizar a los ingenuos o los más pequeños. Nos equivocamos.

En una ocasión, nuestro señor reclutó a un grupo de leñadores para que talasen los bosques cercanos a las ruinas visigodas, con el fin de llevar leña a las fraguas del Rey, en compañía de otros siervos de Su Majestad. Aquellos humildes hombres, con sus risas, cánticos y golpes de hacha, no sospechaban que alterarían la tensa paz de aquel lugar maldito. Cerca de las cuatro de la tarde, dos de ellos encontraron una extraña inscripción en granito, que sellaba la entrada a una caverna. Llamaron a sus compañeros para que viesen tal obra y movidos por la curiosidad y la ambición, decidieron violentar los sellos de cera que tapaban cualquier abertura a ese sitio maldito. Al abrir, un olor a carroña, moho y guano impregnó sus ropajes. Pese a tan desagradable humectación, inspeccionaron los recodos de tal lugar y encontraron ropajes desgastados, espadas enmohecidas y algunas joyas de poco valor, los cuales repartieron entre ellos. Ya que anochecía, cada quien decidió volver a su aldea o barrio, una vez que dejaron la leña en las fraguas de su señor.

Acquaviva: La Piedra del ReyDonde viven las historias. Descúbrelo ahora