Recapitulación

16 1 0
                                    


 Una neblina púrpura rodeó los vehículos que conducían los Le Fey y los presentes experimentaron una sensación de vértigo, cual si todo dentro de su cabeza fuese extraído de su cabeza y reubicado en desorden en cuestión de un segundo. Al abrir los ojos, Kenny y Remy se llevaron la palma de las manos a la frente y se dieron de pellizcos para determinar que se encontraban despiertos. Un imponente castillo acogió a los Le Fey. Una alameda de fresnos, de un kilómetro de largo, a ambos lados del edificio, recibía a los nuevos inquilinos que daba paso al puente levadizo cuya barbacana y muros rodeaban un invernadero cuyo jardín botánico exhibía especies de flores y plantas, debidamente clasificadas y ubicadas a los alrededores de una plazoleta circular. Otro puente levadizo cerraba el paso a la muralla principal, custodiada por un torreón cónico donde cuatro ventanas ovoides marcaban los puntos cardinales. En una torre esquinera, que daba al este, se localizaban las habitaciones de la servidumbre, comunicadas por un pasillo ubicado sobre el estacionamiento (antiguo establo) que daba a una torre descubierta y de ahí, a la torre de homenaje, utilizada desde época inmemoriales por los O' Grady como museo. Al sur, el edificio principal reunía los aposentos principales, así como la cocina y otros salones importantes, decorados con invaluables obras de arte. Al suroeste, otra torre cumplía la función de almacén, torre de guardia y salón principal para grandes eventos. Bellísimos salones externos con vitrales italianos permitían a sus habitantes el placer de observar el paisaje hacia un bosque y unos altozanos impactantes por sus regias formas.

Al ingresar al palacio, se dieron cuenta que las piezas arqueológicas, libros, pinturas, instrumentos de laboratorio (de alquimia, decían ellos) y todo cuanto el doctor T. H. Le Fey había recopilado, acumulado, rescatado, restaurado y coleccionado en las últimas décadas se encontraba ordenado de manera meticulosa, lo cual dio a suponer que la gente del Concejo ya había previsto todo antes, durante y después de su llegada, pero con una eficacia y velocidad que obligaba a preguntarse cómo un barco pudo recorrer el Atlántico en unas horas. Atenea y sus compañeros se despidieron de ellos en el aeropuerto de Dublín, con la excepción de Tiziano, quien sería el encargado de custodiarlos hasta su nuevo hogar, aunque en ningún momento lo vieron en el aeropuerto o en la terminal aérea.

La pulcra, esmerada y obsesiva decoración de la "casa" hizo pensar lo peor a los jóvenes, porque ni siquiera su madre conocía todas las piezas y reliquias acumuladas por el doctor (ni este tampoco) y al parecer, estaban acomodadas por país de origen, uso, lengua (según las inscripciones) y un sinfín de detalles que ni Susana, en todos los años de su matrimonio, había podido percibir, comprender ni imaginar. Todo lo anterior dio a entender que iban a quedarse más tiempo del que pudiesen imaginar.

Durante esa primera jornada, la señorita Kavanagh ordenó las habitaciones principales (poco trabajo, al parecer, porque ya lucía muy limpia) y les asignó una en la segunda planta, con vista a un pequeño lago y un bosquecito. El dormitorio era amplio, con vitrales polícromos que cubrían casi toda la pared y diversas pinturas que representaban escenas mitológicas celtas o autorretratos de antiguos moradores de esa casa, con armaduras o vestimentas célticas, nórdicas, mongoles, tartesias, visigodas, romanas... La curiosidad se incrementó en los chicos quienes siguieron recorriendo cada aposento donde se exhibían decoraciones y objetos dignos de un museo europeo centenario de renombre, que armonizaban con cada una de los descubrimientos y reliquias paternas y armonizaban con estas. Al descender al sótano, se percataron que la casa había sido levantada sobre las bases de la mota de un antiguo castillo (o más), y bajo la misma existía toda una galería de cuevas impresionantes e interminables. Al volver a la planta principal, unas dos horas después, lograron escuchar a su madre que los llamaba a viva voz, ya que se avecinaba la noche. Ellos comprendían su preocupación, pero estaban demasiado emocionados. Decidieron ir a cenar y solicitar autorización para visitar las torres al día siguiente. Su padre aceptó sin objeciones, no así su madre, quien les recordó que debían acostarse temprano, sumándolas a otra serie de observaciones que solo las progenitoras saben recitar sin respirar.

La calma en la casa sería espléndida, perfecta, si no fuese porque Susana Le Fey demostraba un malestar latente. Apenas ingresaron a sus aposentos, Susana se desahogó ante su esposo. Ya no podía más. No soportaba su indiferencia, sus constantes viajes, sus OBLIGACIONES. No deseaba esa existencia para sus hijos. Cuando se casó, siempre pensó en compartir el amor de sus pequeños, en educar a una familia, en ser uno solo como pareja. Ese estilo de vida no propiciaba que ella tuviese lazos de amistad con vecinos o sus hijos con sus compañeros de clase y ni siquiera podían criar a un perro. Cuando ya creían que experimentaban algún ligamen con la ciudad o al menos el vecindario, el señor doctor ordenaba empacar y aquella caravana de beduinos volvía a buscar ruta dirigidos por las estrellas o la casualidad. Así se sentía. Desarraigada y sola.

El cariño de sus hijos no le bastaba. Lo necesitaba a él. Ocupaba su presencia, su aliento, su cercanía. El tenerlo a su lado día tras día cuando se levantase. Todos se jactaban de conocer al doctor Ted Le Fey, de ser sus amigos, sus compañeros, sus confidentes, excepto ella, su esposa desde hacía más de quince años. Para ella, cada día, cada mes, cada año, se daba cuenta que aquel a quien estaba en ese momento al frente era un completo desconocido, un hombre abnegado al trabajo pero no a su familia. Pero lo peor era que en ese momento la seguridad de la familia pendía de un hilo por una estúpida herencia, por esa maldición que recaía en los Híbridos y todos sus descendientes desde hacía más de diez mil años. Ellos no eligieron ser así, no decidieron vivir de esa manera, escondiéndose, ocultando su pasado. Pero lo peor, ocultaron la verdad siempre a los chicos y se dieron cuenta de la manera menos conveniente. Ted escuchó en silencio el reclamo de su esposa, un desahogo de cada momento en el cual ella ocupo de su compañía.

Ted contempló su rostro. Era la misma mujer de la cual se había enamorado años atrás, descendiente de uno de los clanes más influyentes dentro de la comunidad híbrida irlandesa. Ella ya sabía a qué se dedicaba antes de casarse pero nunca lo aceptó. Deseaba que él cambiara pero era imposible, solo podía asegurarles una buena educación y una profesión a sus hijos, pero no la estabilidad emocional que Susana soñaba y consideraba que estaba siendo injusta con él. Reconocía sus errores y cuánto afectaba su profesión errante el entorno familiar, cada vez que añoraba establecerse de forma definitiva en un lugar, el Concejo del Pueblo se lo impedía. "Te necesitamos" decían unos. "Eres el único que sabe cómo hacerlo" le imploraban otros.

"Es muy peligroso ignorar nuestra protección" susurraban los líderes en insinuación de una tenue amenaza. Susana siempre quiso solicitar el Libre Albedrío para su descendencia o al menos, para la mayoría de sus hijos pero solo pudieron engendrar a los gemelos, y los Le Fey habían comenzado a morir de manera masiva y alarmante en los últimos doscientos años, así como escuchó la noticia de como otros renunciaron a su longevidad. Algunos de sus antepasados vivieron más de ocho siglos, por lo cual siempre se vieron forzados a deambular de una ciudad o un país a otro, incluyendo cuidadosos cambios en su apariencia porque era común que volviesen a ver a las mismas personas décadas después y debían mentir con sutileza respecto a su enorme parecido con su "padre" o "abuelo".

Ted hizo énfasis vehemente que sus hijos no habían desarrollado algún don especial o manifestado interés por indagar su herencia feérica y quizás el Concejo no incluyesen a sus hijos como miembros del Pueblo, como fue el caso de Susana. Muchísimos descendientes de híbridos llevaron una vida normal hasta su muerte e incluso, desconociendo sus orígenes. ¡Hasta demostraban espanto cuando sus padres o allegados les relataban las historias de monstruos que se escondían en los armarios, destripaban a los caminantes o acompañaban a los noctámbulos infieles o tercos, sin saber que alguno de sus antepasados deseara comunicarse desde el Más Allá!

Susana se encerró en su mutismo, y el silencio danzaba a tientas en la estancia y luego partió por la puerta. Como lo hizo ella, inconforme con la respuesta y resignada ante su destino.

r\VT,+

Acquaviva: La Piedra del ReyDonde viven las historias. Descúbrelo ahora