Intuición

9 0 0
                                    


  Minisink era como cualquier ciudad feérica: hermosas calles trazadas a cordel en el centro urbano y zonas laberínticas en las periferias, barrios identificados a plenitud con las costumbres y tradiciones de un país o zona geográfica en común, todo una babel de lengua conocidas, otras no tan conocidas y algunas consideradas extintas... Podías ver aparcados en la misma esquina un caballo de seis patas o una bellísima limusina último modelo o bien, una tienda de especias afganas junto a una pagoda budista o un teatro inglés victoriano. Común era el trueque de alimentos u otros productos, o bien, podías pagar con lingotes de oro, euros o semillas de cacao, según los intereses del vendedor o el comprador.

"En este triste universo hay sitios muchísimo más agradables que este pub, y a esta mujer se le ocurre citarnos acá" pensó Joao mientras frotaba sus manos y trataba de buscar refugio ante aquel aguacero diluviano que cercaba y sumergía todo alrededor. El callejón que daba al pub estaba resbaladizo y embarrado. Una fuerte ventisca barría todo y calaba hasta el alma a los pobres transeúntes que osasen asomar sus narices por aquellos lares. Por un lapso desaparecía y Joao agradecía a los cielos pero de pronto, retomaba fuerza y embestía de nuevo paredes, puertas, árboles y cuanto se cruzase en su camino. Aquellas gotas afiladas cual agujas azuzaban el rostro, orejas, manos y otras partes descubiertas del pobre Joao, como si se mofaran de su sufrimiento, conscientes de su propio poderío.

Dos perros de orejas caídas chapoteaban en el barro y el agua. Joao de vez en cuando sacudía con fuerza la cabeza como para expresar su disgusto ante la poca amabilidad de la naturaleza ante su vigilia nocturna.

- ¡Condenadas sean mis garras, mis manchas y mis bigotes! – blasfemó Joao- ¡Maldita Yacine que me cita a un cuchitril como este una noche así!

No había terminado de hablar cuando un ruido metálico le puso en sobre aviso. Levantó las orejas y se lanzó hacia delante para ocultarse tras un árbol. A gran velocidad, un automóvil arcilloso se plantó ante la puerta del pub. Seis ancianos nonagenarios, apoyados en sus bastones, irrespetaban las lluvias y sus reumas para aliviar sus cuerpos con alcohol.

Joao lanzó una mirada presurosa a la parte superior del pub, un lugar antiguo y extraño, que, sin embargo, era un lugar agradable a la vista en una noche así. Con sus piernas casi congeladas, entró en el local. Joao se acomodó en una esquina del salón, opuesta a la chimenea, donde el fuego ardiente rechinaba. Observó a Yacine mientras hablaba con Pietro y Tiziano, pero un aroma particular, inolvidable, llamó su atención. Ojeó el lugar y pudo notar la presencia de los "nayati", Efímeros reclutados como guardaespaldas de la "un-mia".

Una joven de mirada brillante y piernas perfectas, estaba poniendo sobre la mesa un mantel blanco y muy limpio. "Hermosa combinación" pensó Joao para sus adentros. Pidió de comer: una chuleta de cordero asada, con guarniciones de chorizos españoles y morcillas. De espaldas a la chimenea, pudo observar en el espejo cómo los ancianos nonagenarios se sentaron en dos mesas, una cerca de la puerta principal y otra cerca de la mesa de Yacine. Frascos de adobos, conservas vegetales en vinagre o aceite, quesos suizos y jamones cocidos, dispuestos todo sobre anaqueles, tentaron su paladar y su olfato. Todo era confortable pero tan sólo había un inconveniente: uno de los vejetes, un hombre alto verdaderamente alto, de abrigo marrón con botones brillantes, calvo y barbilampiño, observaba a la clientela con detenimiento. Señalaba cada una de las salidas del lugar pero pronto Joao dedujo que no era este el tema de conversación, sino la distribución de los "nayati". El hombre alto del abrigo marrón que despertó esa pequeña inquina seguía intranquilizándole y algunos gestos se le hacían familiares.

Acquaviva: La Piedra del ReyDonde viven las historias. Descúbrelo ahora